Pedro Sánchez

Ni socialistas ni gaitas, son comunistas

El Falcon, Moncloa, Doñana, La Mareta y las decenas de edecanes pudieron más que los principios

En este mismo hueco revelé hace unas semanas lo que va largando por ahí Gallardón cuando le preguntan por su antiguo compañero de Pleno Pedro Sánchez: «Era el concejal más de derechas del Ayuntamiento, incluidos los míos». Ciertamente, el presidente que nos ha caído en desgracia es un burgués prototípico. De padre empresario a la par que alto funcionario, criado en la orilla rica del barrio madrileño de Tetuán y casado con una mujer achicharrada de pasta, no estamos precisamente ante un innato podemita. Su ADN político y sociológico encaja más bien con eso que en el ecuador de los 80 y los 90 se denominó la «beautiful people». Ciudadanos pijos, ricos por su casa, guapos, que fueron a buenos colegios y que se hicieron del PSOE más por interés coyuntural que por convicción estructural. A mí no me van a decir ni a contar lo que pensaba Sánchez del ahora multimillonario Pablo Iglesias. Porque lo ha desvelado públicamente y porque me lo expresaba en privado cuando era el jefe de la oposición, aún me hablaba y no se le había subido a la cabeza eso de vivir en Palacio. Siempre le agradeceré la llamada que me hizo en enero de 2015 cuando el matonil y no menos quinqui secretario general de Podemos me insultó en La Sexta Noche. Aquel Pedro era un anticomunista al que le provocaba arcadas la mera idea de compartir algún día Gobierno con tipejos como El Coletas, Echenique, Belarra y la locuela del «todos», «todas» y «todes». Era un personaje criado en ese sensato, transversal y constitucional felipismo. Gente liberal en lo económico y razonablemente social, próxima en algunos de sus postulados al humanismo cristiano. El Sánchez del primer año y medio, es decir, el que gobernó desde la moción de censura hasta la coalición, no metía miedo. Antepuso los tecnócratas a los políticos implementando políticas mayormente moderadas. Todo cambió de la noche a la mañana cuando el sujeto que aseguraba que no «dormiría tranquilo con Podemos en el Gobierno» anunció la entrada de su odiado Iglesias en el Consejo de Ministros. El Falcon, Moncloa, Doñana, La Mareta y las decenas de edecanes pudieron más que los principios. También pactó con el brazo político de ETA, chusma marxista, y con una ERC secularmente más próxima a la extrema izquierda que al socialismo democrático. Y desde entonces las barrabasadas se cuentan por decenas, habiendo mandado a tomar por saco esa socialdemocracia que sacralizó el bendito turnismo con el centroderecha liberal. Desde aquel «los niños no son de los padres sino del Estado» de la iletrada Celaá hasta el odio cerval a la educación concertada, pasando por la revanchista Ley de Desmemoria Democrática, la permisividad con la delincuencia okupa, el intento de implantar el sistema judicial del chavismo o el hecho de que somos el único Gobierno de Europa con ministros comunistas, no hay día que pase sin un guiño a Podemos, Bildu y demás antidemócratas. Cuando pensábamos que lo peor había pasado, descubrimos que tienen razón aquéllos que aseguran que con esta banda todo es susceptible de empeorar: primero les dio por nacionalizar parcialmente las eléctricas confiscando sus beneficios, como si esto fuera la Unión Soviética, y ahora se descuelgan con una Ley de Vivienda que nos retrotrae a la Renta Antigua de la dictadura y que se cargará ese motor económico que es la construcción al obligar a los promotores a colar un 30% de viviendas sociales en cada edificio que levanten. Preparémonos para lo peor. Ya se sabe lo que traen los experimentos comunistas: ruina. Tanta ruina como poca libertad. Y miedo, mucho miedo.