Ciencia
El mono egoísta no mira las estrellas
Quizá me aclare si es cierto que no invertimos más en la búsqueda de extraterrestres por una cuestión de ego o, lo que sería aún más triste, por una endémica falta de perspectiva intelectual
¿Por qué la comunidad científica internacional invierte miles de millones de euros en aceleradores de partículas y solo dedica limosnas a la búsqueda de vida inteligente extraterrestre? ¿Por qué nadie chista cuando se intenta demostrar una teoría física como la supersimetría y se levanta una auténtica polvareda –a veces incluso política– cuando en un foro académico se teoriza sobre un futuro contacto con otra cultura galáctica? «Creo que la culpa la tiene el enorme ego de nuestra especie», me respondió hace unos días a estas preguntas Avi Loeb, director del departamento de Astronomía de la Universidad de Harvard. «Al homo sapiens le incomoda sentirse desplazado de la cima en la que cree estar, e instintivamente hace lo imposible por no apearse de ella». Loeb sabe de qué habla. Desde que hace ocho meses publicara un ensayo de divulgación científica en el que defiende la existencia de otras civilizaciones en nuestro vecindario cósmico, los desplantes y críticas de sus colegas no han dejado de multiplicarse. Este doctor norteamericano de raíces españolas ilustra la alergia de sus iguales con cifras: «Si rebuscas en campus universitarios de todo el mundo, solo encontrarás ocho doctorados relacionados con la investigación de civilizaciones extraterrestres». Él, consciente de lo difícil que es que dos culturas tecnológicamente similares se encuentren en el espacio y en el tiempo (se calcula que una civilización no llega a sobrevivir más allá de los diez mil años), propone que se inviertan recursos en rastrear reliquias alienígenas que orbiten estrellas como la nuestra, o incluso ruinas de asentamientos en Marte o la Luna, de hace quizá eones.
Mi charla con Loeb se produjo justo antes de que China reconociese el jueves pasado que su nueva superantena Tianyan («El ojo del cielo») había detectado este verano más de mil quinientas señales de radio ultrapotentes en el corazón de la galaxia. Son más que la suma de señales similares –FRBs o «ráfagas rápidas de radio» por sus siglas en inglés– captadas hasta la fecha por el resto de radiotelescopios del planeta.
En marzo de 2017, cuando apenas llevábamos una década de detecciones de FRBs y su existencia empezaba a hacerse popular más allá de los foros especializados, Loeb ya propuso una solución extrema para su naturaleza. ¿Y si esas señales procediesen de la propulsión de estructuras artificiales masivas? ¿Y si esos fogonazos de radio –a veces de duración inferior a un segundo– fueran parte de algún radiofaro?
En 1964 un astrofísico ruso llamado Nikolai Kardashev desarrolló una imaginativa escala para determinar el grado de evolución tecnológica de cualquier civilización que pudiéramos localizar. Su vara de medir era la energía que «ellos» serían capaces de manejar. Kardashev situó en el nivel cero a nuestro mundo: una especie que todavía no ha logrado dominar todas las fuentes de su planeta pero que se encuentra en el umbral de lograrlo. Las de tipo I serían aquellas capaces de someter la energía solar, la geotérmica y las derivadas del clima, a sus propósitos. Le seguirían aquellos mundos que, además de controlar lo generado por su «tierra», dominaran al resto de lunas y planetas de su estrella. Serían diez mil veces más poderosas que sus predecesoras y no digamos ya que nosotros. Por último, una hipotética civilización de tipo III podría nutrirse de la energía de toda su galaxia, convirtiéndose en una suerte de Imperio de Star Wars. Éstas sí tendrían la capacidad –teórica, por supuesto– de generar FRBs con la frecuencia con la que ahora acaban de detectarlos los chinos.
Loeb estaba pletórico cuando hablé con él. Me anunció que si bien su Universidad no estaba capitalizada para invertir en la búsqueda de vida inteligente extraterrestre, varios mecenas internacionales había puesto a su alcance la «modesta» –en el Universo, todo es relativo– cantidad de dos millones de dólares para empezar. Harvard, eso sí, ha aceptado gestionar esos fondos. Y los va a destinar a algo fabuloso: hace cinco años un extraño objeto interestelar al que los astrónomos llamaron Oumuamua pasó cerca de la Tierra, mostrando un comportamiento insólito. Parecía tan fino y plano como una vela náutica, reflejaba la luz de un modo imprevisto y, por si fuera poco, se alejó de nuestra estrella con una aceleración imposible para un asteroide. En aquel momento nadie se planteó –por lo novedoso de aquella irrupción– hacer un estudio exhaustivo del intruso, y mucho menos enviar una nave a interceptar lo que para Loeb pudo haber sido una «baliza» o «sonda» artificial, al estilo de naves como las Voyager o Pioneer que la NASA lanzó al fondo del espacio hace medio siglo. «Si algo así volviese a suceder», me dice Loeb, «deberíamos estar preparados».
Pienso discutir este asunto en unos días en el IV Encuentro Internacional de Ocultura que se celebrará en Zaragoza del 28 al 31 de este mes. Allí Javier Cenarro, director del Centro de Física del Cosmos de Aragón (CEFCA) y responsable de la segunda cámara fotográfica astronómica más sensible del mundo –similar a la que captó a Oumuamua en 2017–, quizá me aclare si es cierto que no invertimos más en la búsqueda de extraterrestres por una cuestión de ego o, lo que sería aún más triste, por una endémica falta de perspectiva intelectual. Ambos parecen dos de los peores pecados capitales de nuestra especie.
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