La Palma
La Palma como metáfora
España en su conjunto padece otro tipo de amenaza sísmica, una mezcla de frustración, desorientación, ignorancia, un odio apenas disimulable, que genera «enjambres de rebaño»
La «isla Bonita» abierta en sus entrañas una vez más, fiel a su historia volcánica, creadora y destructora de sí misma, es hoy metáfora viva de nuestro país. Su imagen habitual, de apariencia tranquila, convertida ahora en espectáculo violento, admira y angustia al mismo tiempo; aunque no a todos por igual. A unos, los necios de corazón, les subyuga el cataclismo del que sólo perciben su belleza superficial, a modo de «efectos especiales». Hubo quienes se apresuraron a asegurar, con tanta rapidez como insensibilidad, que la erupción volcánica traería beneficios inmediatos, de la mano de esa morbosa modalidad turística que busca su sentido en el desastre. Seis semanas más tarde de aquella ocurrencia, a tono con tantas otras ofrecidas acerca de los más diversos asuntos, la cuestión no parece reducirse a un entretenimiento banal. Todo lo contrario, cada día resulta más evidente la furia en aumento del volcán.
En lo más profundo de la isla ha tomado plaza el fuego, capaz de fundir cuanto encuentra a su paso. Por el momento Guayota, el viejo demonio guanche, ha logrado nuevamente su objetivo. Pero este ser maléfico acabará siendo vencido, sin duda, por Achamán; o por el Dios al que ahora rezan los palmeros en las iglesias salvadas aún del desastre. Lo que no sabemos es cuándo. Tampoco se conocía con certeza el momento de la explosión, a pesar de estar precedida por miles y miles de choques constantes en la corteza terrestre, en vías de fragmentación, colisionando en zonas más o menos profundas, generando «enjambres sísmicos», con un ruido que avisa de la posibilidad de mayores desastres. Al fin una intromisión magnética acabaría provocando la entrada del magma incandescente en la corteza, hasta romperla.
Los efectos de la actividad eruptiva, en la agujereada y convulsa Cumbre Vieja, están siendo especialmente devastadores, en su comportamiento «estromboliano», arrojando cantidades ingentes lava (más de sesenta millones de m³), gases (decenas de miles de toneladas de S0² y otros compuestos similares), piroclastos, innumerables, más o menos sólidos, siempre peligrosos. Una tefra que, en otra forma, se convierte con frecuencia en el arma arrojadiza también, en medios políticos y sociales y suele cristalizar en «Ytumás». Nada se salva de los efectos perniciosos de la erupción, en mayor o menor medida; ni el aire, cada vez más irrespirable; ni el agua, con el mar abrasado al contacto de la fajana candente; ni la tierra (camino ya de mil hectáreas devastadas), que pierde su sentido más sublime, el de la maternidad, quedando estéril, por mucho tiempo, al menos hasta la siguiente generación. Ese fuego supone además un despilfarro de energía, en tiempos de escasez, producto de la Naturaleza imposible de controlar. Un derroche comparable al motivado por el apresuramiento de los políticos para cerrar nuestras centrales nucleares, sin otras alternativas asumibles.
La Palma que sufre, repite y agudiza el universo de contrastes de la España actual. Por un lado, el escenario en que se mueven los actores de efectos vacíos; los exhibicionistas de discursos inoperantes. Por otro, la realidad con sus problemas y necesidades. Entre ambos las habituales maniobras de diversión. La preocupación, más o menos afectada, de quienes van camino de incluir en su agenda una excursión semanal a Isla, para repetir el anuncio de soluciones inmediatas, que viajan mucho más despacio. Una práctica convertida en excusa para eludir otros asuntos, más comprometedores de cara a la opinión pública. La gente se queja, con razón, de la escasez de las ayudas recibidas y las prácticas abusivas de algunas entidades financieras, ajenas a cualquier sentimiento de solidaridad.
La situación es cada vez más alarmante. El suelo de la isla sufre notables elevaciones y deformaciones. La Palma es hoy un sentimiento de inquietud hacia el futuro, agrandado por la pérdida inesperada y para largo tiempo, de importantes recursos materiales. Muchos palmeros, obligados a la evacuación y abandono de sus hogares (más de siete mil y otros cuarenta mil con temor a serlo) se ven privados, además, de parte de su historia personal, de un pasado de emociones que no será fácil de recuperar. Pero por amor a Benahore acabarán superando este episodio adverso, demostrando su capacidad de trabajo y su ánimo ante este porvenir desafiante.
España en su conjunto padece otro tipo de amenaza sísmica, una mezcla de frustración, desorientación, ignorancia, un odio apenas disimulable, que genera «enjambres de rebaño»; calienta el magma social y puede acabar también produciendo su fractura. Una forma de ruido peculiar, un tremor de fondo perfectamente audible, avisa de esta amenaza, más preocupante, si cabe, ante el inmediato tiempo venidero. La crisis política, la tensión social y los graves síntomas económicos, (problemas energéticos, inflación, expectativas a la baja del anunciado crecimiento de la riqueza nacional que no se producirá; unos presupuestos generales del Estado que conducirán a un nuevo incremento sustancial de la deuda pública, … etc.), todo ello apuntan a un horizonte marcado por graves inseguridades. No es hora de frivolidades, ni de comportamientos dirigidos, a potenciar la división entre los españoles, ni de enturbiar la atmósfera colectiva, ya de por sí demasiado cargada. No deberíamos, hasta donde depende de nosotros y no de la Naturaleza, arrasar aquello sobre lo que ha de construirse el mañana.
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