Redes sociales
Se necesitan poetas
Las redes nos hacen acríticos porque la crítica molesta, y no quieren molestar
En ocasiones la casualidad puede resultar provocadora y estimulante.. Agota en Glasgow nuestra especie su penúltima oportunidad y llega a Europa la causa con conocimiento de la insana manipulación de las redes sociales en ese garaje opaco de apariencia transparente que se llama Facebook.
Nos dotamos los humanos casi en cualquier tiempo de la capacidad de autodestruirnos en nombre del progreso que ha de darnos, se supone, mejor vida. Desde la Revolución Industrial no hemos dejado de hacer concesiones a un progreso cimentado en la renuncia a nuestra propia naturaleza como precio al constante y creciente papel protagonista de las máquinas. Explica Noah Harari que nunca en la historia de la Tierra ha habido una especie con más ejecutoria devastadora que la humana. En los últimos años esa devastación ha alcanzado extremos de irreversibilidad que arriesgan la continuidad de la vida en el planeta tal y como la hemos conocido hasta ahora. Hace unos días decía Carlos Moro, el presidente de la bodega Matarromera, que el aumento de la temperatura de la tierra por la emergencia climática obliga a modificar el tratamiento de las cepas. Es solo un ejemplo. Y no son magufadas. Es una realidad que casi nadie discute pero ante la que no encontramos una acción internacional coordinada. La reducción de emisiones, que es ya insuficiente en los niveles acordados, ni siquiera se cumple. Caminamos hacia un mundo en el que habremos perdido gran parte del patrimonio natural que ha resistido guerras, desastres y colonizaciones incontroladas.
El problema es que hemos perdido también la capacidad de movilizar ni siquiera nuestras conciencias. Cita en su imprescindible «Mapa secreto del Bosque» Jordi Salas a William Blake, preocupado ante el avance tecnológico en plena Revolución Industrial: «Debe crear un sistema o ser esclavizado por el de otro hombre. No razonaré, si compararé: mi oficio es crear». Y esa inquietud, casi 200 años después resulta tan premonitoria como insuficiente o hasta ingenua. Las máquinas nos permitieron ganar un espacio más amplio, comunicarnos mejor, entendernos; el progreso tecnológico amplió nuestros horizontes, nos hizo mas libres y procuró más salud. Pero la entrega a la liturgia de la máquina cada vez más perfecta, a la religión de una tecnología que siempre terminó poniéndonos a su servicio, es la factura que pagamos hoy. En este tiempo en que, como dice Soler, «la máquina que piensa por ti acaba contagiándote su forma de pensar» hemos cedido nuestro espacio vital y hasta emocional a máquinas que nos conectan con otros en la lejanía, a ingenios que nos permiten la satisfacción inmediata de necesidades que antes requerían trato directo, a redes basadas en tecnologías de relación y matemáticas de posibilidades –algoritmos–. A espacios en los que se nos permite acceder a todo el mundo brindándonos una falsa imagen de libertad y conocimiento, aunque lo que veamos y nos llegue se ajuste normalmente a lo que deseamos y queremos pensar –algoritmos–. Las redes nos hacen acríticos porque la crítica molesta, y no quieren molestar: Facebook sabe lo que nos gusta, porque nos desnudamos en su casa. Se simplifica el mensaje para agradar o para amarrar posiciones frente a otros.
Dice un amigo mío, experto en ciberseguridad, que cuando algo es gratuito en la red nosotros somos el producto. Nuestra libertad, nuestra capacidad de reaccionar, nuestro pensamiento.
En Glasgow se oficia un funeral ante el que no reaccionamos porque nos acomodamos a nuestro pequeño mundo falsamente global, perdida la capacidad real de reacción ni siquiera ante el desastre.
Se necesitan poetas. Urgentemente.
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