Vladímir Putin

Putinófobos

Los rusoparlantes reciben con cócteles molotov a las tropas de liberación rusas

Hace un mes Occidente despertó del mito del Fin de la Historia de Francis Fukuyama que durante 30 años ha sostenido la idea de la democracia como una fuerza inexorable que terminaría imponiéndose sobre los regímenes autoritarios como Rusia o China. La violencia de los combates en Ucrania se ha convertido en un revulsivo para los occidentales. El fuego de artillería rusa ha terminado con el pacifismo alemán y la neutralidad sueca. El destino de Europa «se juega en Ucrania», dijo la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, porque es en este país donde «la democracia se enfrenta a la autocracia». Los que creyeron en una guerra relámpago, entre ellos el mismísimo amo del Kremlin, se han topado con una guerra de desgaste. El Estado Mayor ruso falló a la hora de planificar la «Operación Z» para «desnazificar» y «desmilitarizar» Ucrania debido probablemente a un error de inteligencia y un exceso de confianza. Los objetivos militares parecen cada vez más lejanos. La posibilidad de derrocar al Gobierno de Volodomir Zelenski y colocar un régimen títere se antoja a estas alturas remota. Los ucranianos reciben a las tropas rusas con cócteles molotov y feroces combates incluso en las provincias orientales de Donetsk y Lugansk, supuestamente más cercanas al país vecino. La invasión ha unido en un solo pueblo a una nación fracturada entre rusoparlantes, ucranianos y tártaros. En un país prácticamente bilingüe en el que es habitual cambiar del ruso al ucraniano de forma indistinta, el lenguaje no es un elemento que pueda vincularse a un sentimiento nacional y patriótico. La identidad ucraniana no se ha construido sobre una cuestión étnica o idiomática sino sobre la adhesión a un proyecto de construcción democrática. La nostalgia soviética impide a Putin ver el enorme rechazo que provoca entre los ex miembros de la URSS el posible regreso a la bota rusa. Los ucranianos guardan malos recuerdos de Holodomor, la hambruna que sacudió a la ex república soviética en los años 30. Basta con preguntar en Járkov. Las bombas sobre la tercera megaciudad rusoparlante del mundo –por detrás de Moscú y San Petersburgo– han convertido a sus ciudadanos en putinófobos acérrimos. Mariupol, la ciudad portuaria que expulsó a los separatistas prorrusos en 2014, ha sido sometida a una campaña de destrucción y muerte. A medida que aumenta la frustración por el curso irregular de la campaña militar, Putin opta por la estrategia que mejor domina: la del terror. La estrategia del terror rusa ya se ha probado en Grozny y, más recientemente, en Alepo. Pero Kyiv es cuatro veces más grande que Grozny.

Estados Unidos ha advertido sobre el posible uso de armas químicas o nucleares para doblegar a los ucranianos. Tras fracasar la entrada con los vehículos ligeros y de los paracaidistas ha entrado en la fase de la destrucción del país. La OTAN avisa de que el uso de las armas estratégicas cambiará la naturaleza del conflicto. ¿Cómo? Un ataque de estas características puede acarrear consecuencias en los países aliados limítrofes con Ucrania. Los europeos se preguntan hasta dónde va a llegar el maestro del Kremlin en su batalla de sangre, destrucción y lágrimas. La otra pregunta que recorre las capitales occidentales es dónde marcan los líderes la línea roja de esta guerra sucia.