Política
El cesarismo presidencialista
España sigue siendo una gran democracia, pero la deriva actual es muy preocupante porque llevamos demasiado tiempo donde ni siquiera se guardan las apariencias
Uno de los efectos sorprendentes de la profunda crisis que vive la política española es la irrupción del cesarismo presidencialista en una espiral creciente que entra en colisión con el espíritu de la Constitución y la esencia de una monarquía parlamentaria. La fragilidad de Sánchez al formar el gobierno de coalición con Podemos ha sido, precisamente, su fuerza. Al tener a la izquierda radical y antisistema sentada en el consejo de ministros ha desactivado cualquier atisbo de oposición en la calle. Por otra parte, los aliados parlamentarios no tienen otra alternativa, como sucedía en el pasado con CiU y PNV, por lo que prefieren que la legislatura dure lo máximo posible, ya que la opción de una victoria del centro derecha no les conviene. Es evidente que los independentistas y los herederos de ETA se sienten muy cómodos, más allá de algunos aspavientos, como el escándalo del espionaje, con el actual ejecutivo. España sufre una crisis institucional profunda desde la irrupción del radicalismo de Podemos y la ruptura del esquema tradicional del bipartidismo imperfecto que tan fructífero ha sido para la estabilidad política y social, así como para el crecimiento económico. Tanto en el espacio del centro izquierda como en el centro derecha se ha producido un indeseado y pernicioso fraccionamiento.
Otro aspecto negativo ha sido la extensión del sistema de primarias en algunos partidos, que es la frívola «importación» del modelo estadounidense, sin que haya ido acompañada de una modificación del sistema electoral para establecer una estructura similar por circunscripciones unipersonales. La consecuencia de las primarias ha sido la consagración del cesarismo en los partidos, muy acusado en el PSOE hasta el extremo que Sánchez es el secretario general con mayor poder interno y ausencia de voces críticas. El ganador de las primarias se considera legitimado por ese voto directo de militantes y simpatizantes que le permite ignorar a los denominados barones. Esta situación se corrige en Estados Unidos con la elección de los congresistas y senadores que se deben a sus respectivas circunscripciones. La partitocracia española hace que el presidente o el secretario general tengan un poder casi absoluto a la hora de mover las organizaciones territoriales o elaborar las listas electorales.
Otro aspecto clave es que la división tradicional de los tres poderes no ha existido realmente entre el Ejecutivo y el Legislativo, ya que el segundo ha sido, con algunas matizaciones, una correa de transmisión de la voluntad de La Moncloa. Una vez conformada la mayoría de investidura se ha producido una gran estabilidad, aunque es cierto que en 1996 se convocaron elecciones anticipadas porque Felipe González, gracias a los escándalos de corrupción, perdió la confianza de Pujol. A pesar de ello, la realidad es que hasta el momento no había existido ese cesarismo presidencialista. No se le puede aplicar a los presidentes de UCD, PSOE o PP, hasta que hemos llegado a la inquietante situación actual. Un síntoma claro de ello es el uso y abuso de los decretos ley que sirven para orillar el Parlamento, porque el Congreso se ha convertido en un mero instrumento de convalidación. Esta nunca fue la previsión constitucional a la hora de incorporar esa habilitación en manos del Gobierno para casos de urgencia. Por ello se ha convertido en una ficción basada en un criterio de oportunidad política. Ignacio Astarloa, letrado de Cortes y académico de Jurisprudencia, ha escrito recientemente un artículo que con gran acierto titula «El imperio del decreto-ley y el debilitamiento del Parlamento». Su lectura muestra la preocupante situación en la que nos encontramos.
Esta expresión del cesarismo presidencialista se vio aumentada hasta límites inimaginables como consecuencia de la pandemia de la covid-19. La necesidad de utilizar el mecanismo constitucional del estado de Alarma no se compensó, como hubiera sido más que razonable, con un mayor control parlamentario. En lugar de ello sucedió exactamente lo contrario. El Gobierno se ha acostumbrado, acompañado de un fuerte aparato propagandístico y el apoyo de la izquierda radical antisistema y los independentistas, a un permanente ordeno y mando. Por supuesto, ningunear a la oposición es otra línea de actuación, aunque las encuestas muestran una tendencia que preocupa mucho en La Moncloa. La debilidad de su socio preferente, Podemos, permite augurar un final de legislatura muy convulso. A esto se une el cambio de liderazgo en el PP que ha traído una indudable ilusión entre los votantes del centro derecha porque ahora parece posible un cambio de gobierno tras las próximas elecciones generales.
El sistema político que establece la Constitución es la monarquía parlamentaria, con un jefe de Estado con unas funciones representativas e institucionales, que por ello no son menos importantes, y un presidente del Gobierno que surge de una elección parlamentaria. Por tanto, no es el resultado de una votación directa de los electores como sucede en sistemas presidencialistas como Estados Unidos o semipresidencialistas como Francia. En estos casos, por supuesto, hay un esquema de equilibrio de poderes que impide, precisamente, el surgimiento de un cesarismo que encontramos en modelos autoritarios. España sigue siendo una gran democracia, pero la deriva actual es muy preocupante porque llevamos demasiado tiempo donde ni siquiera se guardan las apariencias, como había sucedido con presidentes del Gobierno que tenían mayoría absoluta. El denominado rodillo parlamentario ha quedado eclipsado por uso y abuso que se hace de los decretos-leyes, el menosprecio a las Cortes Generales o la práctica de ignorar sistemáticamente a la oposición llegando al extremo de su permanente descalificación por motivos estrictamente partidistas. Una mayoría parlamentaria sustentada en la voracidad de los socios y el criterio de oportunidad política no es un título habilitante para consagrar el cesarismo presidencialista. Me gustaría que Sánchez volviera al espíritu de la Constitución y las prácticas políticas que vivimos desde la Transición.
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