ETA

El comensal

Delicadísimo testimonio de todo el sufrimiento de una familia amenazada durante décadas, condenada a resucitar muertes cada vez que hay un nuevo dolor

El día en que lo secuestraron, Javier Ybarra sólo cogió un rosario, gafas, un inhalador para los bronquios y un misal. A punta de metralleta caminó hasta la habitación donde habían esposado a sus hijos al cabecero de una cama y les dijo: «Tranquilos, lo más que me pueden hacer es darme dos tiros». Supongo que no es fácil secuestrar a un hombre así. Quizá la única manera es tener –como los cuatro asaltantes de ETA– entre veinte y veinticinco años. Apenas le dieron de comer y perdió 22 kilos en un mes. Había comido hierba y olía a orina y excrementos. Tenía el cuerpo llagado, inmovilizado dentro de un saco. Cuando lo secuestraron lo llamaban «don Javier», pero luego debieron reducirlo a una bolsa con algo caliente dentro, de otro modo no hubiesen podido disparar a un hombre cuya carta de despedida decía que se sentía «plenamente unido a Dios» y que aceptaba «cuanto pueda disponer respecto a mí». El cuerpo apareció en un barranco del Monte Gorbea, con barba blanca de cuatro días y expresión de serenidad. Hay muertes que acaban asimilándose al relato tranquilo de la vida, pero las hay que se imponen una y otra vez abruptamente, como un susto, cada vez que se recuerdan. Las de los jóvenes, los enfermos súbitos o los asesinados.

La primera vez que el abuelo resucitó en la vida de su nieta, Gabriela Ybarra tenía siete años. Una vecina le contó que lo habían matado y ella llegó llorando a casa: «No te lo habíamos dicho antes porque no nos habías preguntado cómo había muerto». Luego, a los ocho, el nieto de un fiscal se inventó en el cole el rescate del cuerpo y, más tarde, la nieta de un médico forense, su autopsia. Este tipo de muertes es proclive a la leyenda. Para despejarla, Gabriela escribió «El comensal», un libro que recorría el pasado al filo de otra muerte abrupta, la de su madre por cáncer. Porque este tipo de muertes se hilvana una con otra, enhebra en la anterior y tira de todas ellas. Por eso, Javier, el padre de Gabriela, cuando se aturrullaba ante la agonía de su mujer, repetía: «Yo vi el rosario manchado de sangre».

A la directora de cine Ángeles González-Sinde también le ha tocado la muerte abrupta. Primero su hermano, luego su pareja, por un ictus, en 2019. Quizá por eso ha recogido el testigo de Gabriela Ybarra y lo ha sabido hacer película. También se llama «El comensal» y es el delicadísimo testimonio de todo el sufrimiento de una familia amenazada durante décadas, condenada a resucitar muertes cada vez que hay un nuevo dolor.