Vladímir Putin

Ucrania y el espectro nuclear

¿Y si Putin se ha vuelto o llega a volverse loco? En ese caso hay que confiar en la racionalidad de toda la compleja cadena humana que lleva a poner en marcha un ataque nuclear estratégico

Parafraseando el Manifiesto Comunista, podríamos decir que un fantasma acecha la guerra de Ucrania, el fantasma nuclear. Detrás de todo lo que se hace, se dice, se piensa, se especula, se comenta, se teme, se espera en, entorno, sobre la guerra de Ucrania, está la amenazadora realidad de que Putin dispone de armas nucleares. De muchas, aunque la cantidad no es lo más importante. A los pocos días de que prematuramente empezaran a desmoronarse sus desatinados planes de invasión, reducidos retóricamente a «operación militar especial» para «desnazificar» el país, el líder ruso hizo público que ordenaba poner en alerta sus fuerzas nucleares. Desde entonces, cada cierto tiempo, no deja de recordar la existencia de ese espectro, personalmente o a través de alguno de sus adláteres, como Lavrov, el ministro de Exteriores, al que por oficio le corresponde buscar una salida a toda esta malvada locura.

Las muy numerosas, profundas y refinadas cogitaciones sobre estrategia nuclear que se desarrollaron durante decenios de guerra fría, por parte de algunas de las mejores cabezas americanas, desde el día siguiente a Hiroshima y Nagasaki, tremendas tragedias que pusieron abruptamente fin a una guerra que podría haber costado millones más de vidas, dieron como fruto una intensa actividad diplomática que a lo largo de años cristalizó en una serie de importantes acuerdos de limitación de armas nucleares, entre potencialmente encarnizados enemigos, toda una hazaña sin precedentes. Esos acuerdos siguen en vigor. Su base racional es el MAD: Destrucción Mutua Asegurada, en inglés, que tiene la manía de poner los adjetivos delante de los sustantivos.

Había unas armas nuevas, inusitadas en su potencia devastadora, impensable hasta que surgieron, y había que pensar para qué servían, con la sola, tremenda experiencia de las dos ciudades japonesas, y cuál iba a ser su impacto en las relaciones internacionales, y sobre todo en las que enfrentaban a los dos ganadores de la guerra, irreconciliables antagonistas, la América de Truman y la URSS de Stalin, monopolistas, desde comienzos de los 50, de tan peligroso armamento. Para Stalin todo estuvo claro desde el primer albor de la nueva era atómica: la pervivencia de su régimen y de sus adquisiciones bélicas, los satélites europeos y el aliado chino, requería esas armas inexorablemente, así que se las apañó para robarlas y desarrollarlas. Franceses e ingleses, para tener un mínimo de autonomía estratégica y codearse en alguna manera con Washington, sintieron que igualmente las necesitaban.

Los pensadores y el stablishment americanos llegaron a la paradójica conclusión de que la principal utilidad de ese armamento era evitar su uso. Una guerra nuclear se hacía imposible o, desde luego, absolutamente indeseable, si no podía haber vencedores, por la destrucción muta de los contendientes. Eso era, por tanto, lo que deberían garantizar los acuerdos nucleares. Asegurar que, llegado el caso, la destrucción fuera mutua, independientemente de quien llevase la delantera en el ataque, porque a la víctima inicial le sobrarían armas para dar la réplica al agresor. El pensamiento soviético, educado por la tradición militar rusa en el predominio de la artillería masiva, visible hoy mismo en Ucrania, nunca dejó de considerar que las nucleares eran bombas como otras cualesquiera, sólo que muchísimo más potentes. En las adecuadas circunstancias podrían se utilizadas, pero no las que se dio en denominar estratégicas, las que desde un país podrían alcanzar a otro, y que, por la inmensidad de la distancia, podrían, en los primeros tiempos, no ser muy precisas y por tanto habrían de tener objetivos muy vastos, las ciudades, y máxima potencia explosiva, o a medida que fueron afinando su precisión, los lanzadores de las armas enemigas.

Los acuerdos no prohibían acciones, lo que se consideraba de imposible imposición, sino que trataban de configurar los arsenales, mediante limitaciones comprobables de armamento, de manera que la destrucción mutua asegurada quedase realmente asegurada. Mad significa en inglés loco y el MAD tuvo sus disidentes que lo consideraban locura: basar la seguridad en el más absoluto apocalipsis nuclear; lo cierto es que sigue funcionando y en las presentes circunstancias, las explícitas insinuaciones putinianas se supone que no se refieren, que no pueden referirse, a las armas estratégicas, cuyo terrorífico uso desencadenaría, de una manera «casi» automática e instantánea, un castigo equivalente. Esa seguridad ha descansado siempre sobre la suposición de una racionalidad utilitaria por parte de ambos contendientes, la cual, a su vez, supone la credibilidad de la «contra-amenaza». La pregunta es ¿y si Putin se ha vuelto o llega a volverse loco? En ese caso hay que confiar en la racionalidad de toda la compleja cadena humana que lleva a poner en marcha un ataque nuclear estratégico. No se trata simplemente de apretar un botón. Todos pagarían el mismo precio, ellos y la totalidad de su mundo. Pero no sería ningún consuelo. Mientras tanto queda por resolver el problema de darle una salida a Putin, sin regalarle lo que no se merece y no haría más que aplazar su peligrosidad.

Manuel Coma es profesor (jub.) de Mundo Actual de la UNED.