Comunidad de Madrid

Fórmulas ganadoras

Fruto de aquel esfuerzo es el Madrid de hoy, que ha consagrado como identidad y marca propia una cierta idea de la libertad, más fuerte por el momento que el riesgo siempre presente de trivialidad, frivolidad

La victoria por mayoría absoluta de Juan Manuel Moreno en Andalucía ha suscitado una polémica, en buena medida artificial, que afecta al presidente andaluz y a la presidenta de la Comunidad de Madrid. Se trata, en pocas palabras de oponer una posición «radical» y beligerante, pero incapaz de alcanzar la mayoría absoluta, a otra moderada y dialogante que ha alcanzado esa mayoría en poco tiempo…

Para ser pertinente, la comparación debería tener en cuenta las peculiaridades electorales de cada una de las dos Comunidades Autónomas. Como sabe cualquier experto, en un distrito uninominal, como Madrid, y con un régimen proporcional, es más difícil conseguir una mayoría absoluta que si se parte de varios distritos, como Andalucía. En su momento, se estudió la posibilidad de dividir Madrid en varios distritos, algo justificable, si no por la extensión territorial, sí por la población. El proyecto quedó descartado. Ahora bien, antes de eso el Partido Popular madrileño ya había optado por otra vía, que fue promover una cultura política propia, de fuerte inclinación liberal. Para eso Esperanza Aguirre, apoyada por la dirección nacional, reunió a su alrededor a unas elites académicas, periodísticas, intelectuales e incluso –algo absolutamente insólito en nuestro país– empresariales, que hicieron de la seguridad jurídica, la igualdad y la libertad individual –además de la reivindicación de la nación española– el centro de aquel programa político. Es una historia por escribir, aunque ya ha empezado a contarla Diego Sánchez de la Cruz en su libro «Liberalismo a la madrileña».

Todo esto arrancó hace más de 25 años y aunque apenas rozó la superficie de las universidades y, salvo Telemadrid, de los centros oficiales de cultura –o propaganda– en que se han convertido las fundaciones públicas, los museos o las instituciones teatrales y musicales, consiguió un impacto duradero. Fruto de aquel esfuerzo es el Madrid de hoy, que ha consagrado como identidad y marca propia una cierta idea de la libertad, más fuerte por el momento que el riesgo siempre presente de trivialidad, frivolidad y algo así como «democratismo» madrileñista, versión castiza de ese regionalismo identitario tan cultivado por nuestras oligarquías locales.

Nada de todo esto ha ocurrido en Andalucía, ni en ninguna otra región de España, y aunque las consecuencias, en cuanto a prosperidad y dinamismo de Madrid, la convierten en un modelo, quien quiera imitarlo habrá de tener en cuenta el esfuerzo cultural y político que lo ha permitido. El legado lleva también incorporado un cierto grado de activismo. Este es inherente a Madrid, y compartido por PP y PSOE, necesitados de oponerse al aplastante poder del Estado en la capital. Acompaña desde el principio a ese espíritu de «vivir y dejar vivir» tan característico de la ciudad y su Comunidad. En realidad, aquí se ha logrado crear una aversión instintiva a cualquier intento de imposición basado en prestigios intocables y chantajes histórico-ideológico-emocionales que gustan a las izquierdas, la woke y la prewoke. Es posible llegar a un acuerdo en Madrid, pero ese acuerdo se basa más en la discusión y el debate que en la obediencia a la autoridad y la desconfianza, por no decir el pánico, a la discrepancia. El resumen está claro: en la Comunidad de Madrid la izquierda no consigue gobernar desde 1995. La fórmula no tiene por qué ser trasplantable a otros sitios. Se convendrá, aun así, que algunas lecciones sí es posible sacar de ella.