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Ley de Memoria

La magdalena de Bildu

El inconveniente de los relatos dominantes es que transmiten solo unos valores como correctos y pueden ser una maquinaria enormemente trituradora para el que discrepe

La memoria es algo individual, una aptitud, una capacidad del ser humano. Como todo lo que se construye dentro de nuestro cerebro, es personal e intransferible. Se pueden compartir los recuerdos a través de la palabra, pero los olores, los matices, los sabores y lo que evocan esas reminiscencias en nuestros sentimientos son cosas fundamentalmente inefables. Por tanto, a pesar de lo que digan los coyunturales manitús de cada época, la realidad y la magdalena de Proust demuestran que no existe nada parecido a la memoria colectiva, la memoria histórica, la memoria democrática y todos esos etcéteras de adjetivadas memorias que cíclicamente las propagandas institucionales nos añaden a la lista. En realidad, cuando recurren a manosear la palabra memoria, las gentes con mando en plaza lo que hacen es un mal uso de esa palabra que a todos nos resulta hermosa. La retuercen para usarla como eufemismo y tapadera de otra cosa más fea. Y esa cosa más fea son los relatos dominantes.

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Cada época tiene sus relatos dominantes y, desde principios del siglo XX, los políticos saben que el manejo de ese relato es importantísimo para legitimar sus aspiraciones ante el público. El inconveniente de los relatos dominantes es que transmiten solo unos valores como correctos y pueden ser una maquinaria enormemente trituradora para el que discrepe o se aparte de esos valores a la moda. Los gobiernos tienen dos herramientas principales para imponer el relato dominante que les interesa: una es la propaganda y la otra son las leyes. Los nazis lo demostraron sobradamente en los años treinta. Con un uso combinando de ambas cosas, demostraron que una población amplísima puede ser inducida a aceptar como relato dominante los absurdos más perversos cuando está agotada.

En el momento en que, para maquillar esa realidad desagradable, los gobiernos recurren a disfrazarla con la palabra «memoria», se encuentran, eso sí, con un obstáculo principal. Es el de que todo ser humano sabe –porque lo ha experimentado– que la memoria es caprichosa; que muchas veces mejoramos los recuerdos o preferimos olvidar los episodios desagradables para vivir mejor. La manera para hacer creer que esa supuesta memoria oficial no es inestable ni cambiante como la personal (lo cual la desacreditaría un poco) es intentar venderla como memoria colectiva, una memoria que sería suma de todas las individuales. Pero, como es lógico, tal cosa no existe, porque no habría lugar donde alojarla ni provocar sus mejores sinestesias. Ahora bien, para los políticos, el hecho de que se crea en la posible existencia de tales improbables símbolos es algo utilísimo: primero, porque su legitimación se apoya entonces en el poder de la masa a través de la excusa del bien común y, segundo, porque las estadísticas de cantidad en la muchedumbre provocan la sensación instintiva (aunque falsa) de que un millón de polillas zurdas no pueden estar equivocadas.

No hay gobierno que haya conseguido nada útil o constructivo cuando se ha metido a aduanero de la memoria. Al ser algo personal y solamente extrapolable a los terrenos de lo público de una manera artificial e inoperante, no se puede regular por ley. Cualquier intento en ese sentido lo que termina siendo es un mero terreno de intercambios políticos que muy poco tiene que ver con la memoria y los recuerdos. Y los resultados que provoca, como todo intercambio político que responde a unos intereses concretos, son finalmente siempre arbitrarios.

Es lo que ha sucedido una vez más con la participación de Bildu en una de las tantas leyes memorísticas (que no memorables) que se han promovido últimamente. Es tan arbitrario escoger un rango de fechas como escoger otro, sea 1977, 1978, 1982 o 1983. Es también arbitrario aludir a personas afectadas por su lucha por la consolidación de la democracia, los derechos fundamentales y los valores democráticos entre 1978 y 1983, como si estas cosas tuvieran un inicio y un final de una manera parecida al antiguo servicio militar. Como si quién hubiera luchado por ser más libre desde casa haciendo el puchero y lavando los peroles (porque no tenía otra opción) no hubiera contribuido a la construcción democrática que disfrutamos luego y, en muchos casos, no hubieran también sufrido vulneración de derechos humanos sorda y sin gloria. Que lo que se pretende es gestionar relato dominante quedó claro cuando el portavoz de Bildu dijo que querían poner en jaque el relato de una transición ejemplar. No sé si la Transición fue ejemplar, pero fue un éxito. Lo que no ha sido ejemplar es la trayectoria de Bildu en años más cercanos y, encima, en cuanto a resultados quieren tapar que ha constituido además un soberbio fracaso.