Política

La orgía nacional

El sexo, la identidad o la orientación sexual se han convertido en el fundamento de la educación, en tanto que lo demás pasa a un segundo plano

José María Asencio Gallego

Todo es sexual. Vivimos inmersos en un proceso de sexualización de la vida sin precedentes. La música, los anuncios, las películas, la educación e incluso la política navegan en un mar de connotaciones sexuales. Y es que, de un tiempo a esta parte, parece que nada más importe, que el sentido de la existencia se limite a todo aquello que sucede en la oscuridad de la alcoba.

Los derechos más relevantes son hoy los sexuales. Prueba de ello es que el debate público se centra principalmente en ellos. Mientras los salarios descienden hasta los infiernos, mientras la cesta de la compra sube hasta la estratosfera, mientras las multinacionales se enriquecen a costa del trabajador y los políticos, de uno y otro signo, permanecen callados demostrando así su sumisión al vil metal, nosotros, los ilusos ciudadanos de a pie, salimos a la calle para reclamar lo que, por fortuna, ya tenemos: libertad sexual.

Resulta paradójico, pero es así. Lejos quedan ya los tiempos oscuros en los que la dictadura perseguía a las personas por su orientación sexual. Al igual que sus monstruosas leyes de peligrosidad social. Los más jóvenes incluso desconocen estos conceptos. Han crecido en un país libre, donde dos hombres o dos mujeres pueden mostrar públicamente su afecto sin que eso conlleve castigo alguno.

Es cierto que aún quedan personas que rechazan por anormal lo que, por definición, es normal. Indigentes intelectuales los hay en todas partes. Intolerantes, represores y representantes de la ignominia que disfrutan haciendo sufrir al prójimo para olvidar por un momento sus vidas vacías y carentes de sentido. Pero son pocos. Y la mayoría, con razón, les ignora. La heterosexualidad o la homosexualidad son opciones válidas. Y como tal, deben respetarse. Le pese a quien le pese.

Ahora bien, el problema no radica en esto, sino en la deificación del sexo, en su elevación a lo más importante y más característico de la libertad individual, ya sea heterosexual u homosexual. Algo que se inculca a las personas desde su más temprana edad con el beneplácito e incluso con el fomento de quienes elaboran las leyes de educación.

Basta un breve repaso a los nuevos libros escolares para darse cuenta de ello. El sexo, la identidad o la orientación sexual se han convertido en el fundamento de la educación, en tanto que lo demás pasa a un segundo plano. Se pretende enseñar a los niños cómo masturbarse incluso antes de conocer sus derechos más básicos como ciudadanos de un Estado democrático. Y claro, al cabo de los años se convertirán en grandes masturbadores que, sin embargo, desconocerán en qué consiste el derecho de huelga ni lo que significa un salario digno.

Esto, además, lo podemos ver hoy en plena calle. Adolescentes de uno u otro sexo relamiendo helados con forma de bálano o de vulva mientras sonríen y consultan las últimas publicaciones de cualquier mequetrefe que se ha hecho multimillonario bailando semidesnudo en TikTok. «La Pollería», se hace llamar este original negocio, que cuenta ya con decenas de tiendas. Una idea comercial que sólo podría triunfar en una sociedad corrompida y vulgar como la nuestra.

O los nuevos «youtubers» con miles de seguidores cuya actividad consiste en entrevistar a mujeres adolescentes en Madrid y preguntarles sobre sus intimidades sexuales. BoobaTV o TatoTV. Lo más curioso es que prácticamente todas las entrevistadas aceptan convertirse en objetos sexuales durante la duración del video. Algunas incluso muestran su ropa interior y, como si de un cuento pornográfico se tratase, relatan con todo detalle su último acto sexual de principio a fin.

Todos parecen contentos. Aunque tan solo se trata de la felicidad del ignorante o, mejor dicho, del embaucado. Porque, a través del sexo, de los derechos de bragueta, como acertadamente les llama mi buen amigo Juan Manuel de Prada, lo que están haciendo con nosotros es transformarnos, convertirnos en objetos de consumo que, a su vez, consumen otros objetos.

No nos olvidemos de que, con la excusa de la libertad sexual, lo que se pretende es suprimir los vínculos afectivos y destruir la familia, el último bastión capaz de hacer frente al poder, político o económico, que viene a ser lo mismo, el cual no desea ciudadanos, sino súbditos, sonrientes y sumisos, dispuestos a agachar la cabeza ante cualquier tropelía a que se les someta.

La familia, sin importar por quién esté compuesta, dos hombres, dos mujeres o un hombre y una mujer, es unidad y, por tanto, fortaleza. Una idea que se opone frontalmente a la consideración del otro como un mero objeto sexual, como un mero producto consumible. Así pues, la sexualización de la vida no es otra cosa que la nueva pretensión del capitalismo dominante, que quiere más y más. Y que está dispuesto a cualquier cosa con tal de incrementar de forma grosera sus ganancias.

No es la primera vez que, bajo posiciones en apariencia libertarias, se esconden los fantasmas del capitalismo más atroz, ante el cual, aunque públicamente lo nieguen, se arrodillan muchos de quienes hoy en día, mancillando las ideas de sus predecesores, portan las banderas rojas.