Pedro Sánchez

Secretos de gobierno

Estamos ante una ley de contra-transparencia, pensada para dotar al sanchismo del instrumento legislativo que permita tapar cualquier información que afecte a la imagen del Gobierno

El Anteproyecto de Ley sobre información clasificada que el Gobierno ha presentado con agosturnidad y alevosía, resulta que lejos de ser un texto tranquilizador, que sustituye y moderniza una legislación preconstitucional, es una propuesta inquietante, que choca con preceptos básicos de la Constitución, empezando por los que garantizan la libertad de información. La iniciativa nace de la innata capacidad del Gobierno para ceder a la presión de sus socios, especialmente el PNV Y ERC, que no tienen especial interés por la seguridad del Estado, pero sí por las materias que permitan reabrir los debates, y de paso las heridas, que a ellos más les interesan para sus proyectos territoriales e ideológicos. El resultado es una nueva Ley que, en línea con otras legislaciones europeas, clasifica la información en cuatro categorías: alto secreto, secreto, confidencial y restringido, estableciendo para cada una de ellas un nivel de protección diferente, en función del peligro que pudiera suponer para la seguridad del Estado, oscilando entre los 4 años de los documentos restringidos y los 50 de los altos secretos, estos últimos prorrogables durante una década y media más. Unos plazos, razonables para unos y discutibles para otros, sobre los que el Gobierno no quiere debatir, como prueba su intención de tramitar una norma de este calado, y que exige consensos sólidos, por la vía de urgencia y en lectura única en las Cortes Generales.

El Gobierno Rajoy, mal que, pese a algunos, implantó una Ley de Transparencia que resultó ejemplar, pionera y trascendente. Sin embargo, con Sánchez se produce un cambio de paradigma, porque más que ante una ley de secretos oficiales estamos ante una ley de contra-transparencia, pensada, además de para dar cierto contento a sus insaciables socios, para dotar al sanchismo del instrumento legislativo que permita tapar cualquier información que afecte, más que a la seguridad del Estado, a la imagen del Gobierno. Es perversamente lógico, si tenemos en cuenta las innumerables ocasiones en las que el ejecutivo ha incumplido la normativa sobre transparencia, negándose a facilitar información que debía ser pública, alegando que se trataba de «materia clasificada», entre ellas más de 150 vuelos en Falcon y Súper Puma, los informes de los indultos a los golpistas catalanes, los beneficios a algunos terroristas o el rescate de una compañía aérea venezolana. Incumplimientos que chocaron con instituciones como el Consejo de Transparencia, la Audiencia Nacional o el Tribunal Constitucional, lo que ha hecho necesario, en la óptica oscurantista del Gobierno, dar cobertura legal al incumplimiento de obligaciones de transparencia, y, para no quedarse corto, instaurar una perniciosa y antidemocrática «censura previa», tal y como han manifestado las asociaciones de la prensa, que han mostrado alarma y preocupación legítimas ante el contenido de un anteproyecto, que incluye, además, un intimidatorio sistema de multas millonarias.

Sánchez no quiere proteger los secretos de Estado, porque para empezar no es un hombre de Estado. A él solo le interesa eso que algunos llaman «el relato», es decir la propaganda, y ello exige un control estricto de la información. Era normal que, en su confuso concepto de la división de poderes, después de cómo le hemos visto actuar respecto al judicial o al legislativo, no se terminara revolviendo contra el llamado cuarto poder, encarnado por los medios de comunicación y sus profesionales.

Sin embargo, no debemos dejar que nos confundan, porque la libertad de Prensa no es de derechas ni de izquierdas, sino un elemento medular de la democracia, que todos debemos defender con uñas y dientes. La pulsión antidemocrática de la izquierda española viene de ataño y conocemos sus infaustas y terribles consecuencias en forma de Guerra Civil.