suicidio
Suicidio juvenil
Es un sinsentido que, ante tal problema, el propio Estado contraprograme declarando el suicidio como derecho
Leo que diversos hospitales públicos lideran un proyecto para prevenir el suicidio juvenil, porque tenemos un problema. Y el problema es que tras los tumores, el suicidio es la segunda causa de mortandad entre jóvenes de entre 15 y 29 años; tan es así que es ya la primera causa de muerte no natural en España, y el número de casos se multiplica si se trata de mujeres. Ignoro en qué línea se está trabajando y los únicos datos que me llegan son numéricos: tantos cientos de casos, tanta inversión, etc. El problema no es baladí y ya ha merecido la pena que se editorialice en diarios nacionales.
Supongo –seguro– que se indagará en las causas, se irá a los porqués de un problema que es de salud y también sociosanitario. Lo digo entre la certeza y la precaución porque ante ciertos fenómenos dramáticos me parece que no se sigue ese camino indagatorio de ir a las causas o, al menos, no me consta. Por ejemplo, en el caso de la violencia sobre la mujer, más que indagar, se opta por declarar dogmáticamente que esa violencia obedece a las razones unilaterales y reduccionistas que declara el feminismo radical o de género; y más allá de nuestras fronteras veo que en Estados Unidos, tras cada tiroteo en colegios o centros comerciales, lo que nos llega es el debate sobre la libre tenencia de armas, no sobre qué les está pasando para que un adolescente la emprenda a tiros.
Hablamos de suicidio juvenil como problema y una vez más dejo constancia en estas páginas del sinsentido de que, ante tal problema, el propio Estado contraprograme declarando el suicidio como derecho: llevado de un sentido desquiciado de la libertad aprueba la ley de la eutanasia, ley que no piensa sólo en el que, aquejado por una grave dolencia física, ya no quiere seguir viviendo, sino también en quien sufre sólo psíquicamente. Como digo, supongo que en ese proyecto para prevenir el suicidio se irá a las causas y se indagará más allá de lo puramente psicológico o psiquiátrico. Y aquí entramos en terrenos que, seguro, darán lugar a la polémica.
Veamos, parto de una premisa: que el mayor capital de un país es su población, capital que en nuestro caso peligra de un lado por el drama demográfico –riesgo de descapitalización– y, de otro, por una desastrosa política educativa que equivaldría a malbaratar ese escaso activo que son las generaciones venideras. Pues a esos dos dramas se une ahora el que aflora con la realidad del incremento de suicidios entre los jóvenes, entre los que representan el futuro, un mal de fondo que hace pensar en todo lo que concita el nihilismo vital: carencia de ideales, de ambiciones, vida sin horizontes ni creencias, sin sentido, sin espíritu de superación y un largo etcétera que concluye en que esta vida no merece ser vivida; unos jóvenes convertidos en viejos prematuros y amargados.
¿Qué hemos hecho mal para llegar a esto? Creo que hay muchas causas coadyuvantes y pienso, por ejemplo, en la frivolidad hacia las drogas «blandas» –¿recuerdan aquella arenga del alcalde socialista Tierno Galván, «rockeros, el que no esté colocado, que se coloque»?–, con el alcoholismo que se vislumbra tras los botellones, o la querencia progre hacia todo lo que rezume un deprimente aroma undergound; chicos criados en familias rotas; las relaciones fugaces, instaladas en lo provisional; una sexualidad llena de vaciedad, como vaciedad deja un planteamiento hedonista de la vida, incapaz de encajar el dolor o la contrariedad; la creciente dificultad para forjarse un futuro o vivir en una competitividad agresiva; la idea de que sólo unos pocos pueden y la mayoría cada vez menos; o que ya en la niñez se inocule la duda sobre qué identidad tienes como persona, lo que va desde la identidad sexual a la tendencia a humanizar al animal y animalizar a la persona, etc., etc.
Psicólogos y psiquiatras irán al caso, pero más allá de cada uno y visto que el problema es también de salud pública –apelo a su definición jurídica–, aparte de no contraprogramar, cabría exigir a los poderes públicos algo más: respetar a quienes ofrecen argumentos vitales no inmanentes, claustrofóbicos o de callejón sin salida, no vejarlos o ridiculizarlos, no hostigarlos ni silenciarlos. Pienso, por ejemplo, en todo lo que la Iglesia ofrece como tal o, en general, en todos los que ofrecen una visión trascendente de la vida. Salvo que haya malicia sectaria –no lo excluyo–, no sale a cuenta inhabilitarles públicamente, excluirles de la «plaza pública», aunque sea porque, fuera de los fundamentalismos, también cumplen una función de «servicio público»: basta constatar que sus planteamientos no cuajan en gentes conflictivas, sino que representan un tipo de buen ciudadano, lo que es relevante en términos de paz social. Y de salud pública.
José Luis Requero es magistrado.
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