Política
¿Dónde es la capea?
Se daba la paradoja de que las agredidas eran las únicas no ofendidas. Salió el Séptimo de Puritanía a protegerlas y como no necesitaban ser salvadas, las insultaron hasta convertirlas en machistas
Los zagales del colegio mayor Elías Ahuja aparecían gritando «putas» y otras cosas peores a las zagalas del Santa Mónica. Ya estaba el lío montado. Enviaron a Sánchez, a la Fiscalía y a Gabilondo de Gabilondia. Por poco no mandan a los GEOs y a las GEAs. Las inmundicias que se dicen en el vídeo de los colegios les resultan intolerables en una universidad. Mucho mejor les hubiera ido montando un ongi etorri en el campus de Vitoria o agrediendo a los chavales de Shacabat en la Autónoma de Barcelona.
La medida de la agresión no la da solamente el efecto que tiene sobre el agredido, pero da una impresión. El primer vídeo no contenía la respuesta de ellas. Después, se escucharon los cánticos de las muchachas haciéndoles burla de su fanfarronería. Estábamos ante un ritual de apareamiento, un rito iniciático y no sé qué otros ritos. Dijo que cada frase era «una violación» Rita Maestre, que entendía el exabrupto en toda su literalidad, ella que un día entró en una iglesia al grito de «¡Arderéis como en el 36», pero era una forma de hablar. No entender los ritos nos acerca a los animales. Apunta con razón Juan Soto Ivars que la comprensión del rito es lo que distingue una primera comunión del hecho de que un tipo mayor vestido con ropajes estrafalarios se acerque a tu hijo de nueve años y le dé vino en la boca.
Las chicas parecían contentas. Se daba la paradoja de que las agredidas eran las únicas no ofendidas. Salió el Séptimo de Puritanía a protegerlas y como ellas no necesitaban ser salvadas, las insultaron hasta convertirlas a ellas también en machistas. Poseían una idea deformada acerca de la salud de las relaciones entre hombres y mujeres: el feminismo las convertía automáticamente en verdaderas pervertidas, mujeres apartadas de la rectitud de la moral aceptada por la comunidad. Los tertulianos les hacían el mansplaining acerca de lo que debe ser una señorita «come il faut». Intuyo que las prefieren metidas debajo del escritorio santiguándose, cerrando la persiana, llorando y llamando a la policía de la Igualdad: indefensas.
Si los mozos se hubieran cantado las mismas cosas en un escenario del Orgullo con tacones de plataforma, no hubieran despertado tantas suspicacias. Recuerdo una Drag que cantaba en el Berlín Cabaret y pedía que la insultaran y la gente le decía barbaridades de todo tipo en un pacto de lectura salvaje pero encantador. A ver si es que el escándalo consiste en que los protagonistas sean españoles, pijos, blancos y sobre todo católicos. La deliciosa contradicción consiste en que para la izquierda, el cristiano, si reza en la vigilia, es un meapilas y si se pone borde, un prescrito de la cultura de la violación. Si hubieran ido a la puerta del Santa Mónica a cantar con velas una oración por su Fe en Cristo, hubieran hecho chistes sobre la virginidad de ellas y sobre si los tocamientos en hombres producen ceguera.
La primera noche que dormí en mi colegio mayor, llegué a las seis y diez de la mañana midiendo la calle de lado a lado como un auténtico topógrafo y tuve que llamar a la puerta del director para que me abriera la habitación. «Muy bien, Apaolaza», me dijo con sorna. No es que corriéramos el riesgo de escandalizar a nuestra madre; era nuestro objetivo. Si yo agarro a mi hijo diciéndole a una chica que va a no se qué en la capea, lo descoyunto. Igual es que hay una edad para escandalizarse de lo que se dicen los chicos antes de una capea y otra para preguntarse: «¿Dónde es la capea?»
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