Religion
Ante la fiesta de Cristo Rey
Es fundamental y urgente un compromiso común en poner a la persona humana y su dignidad inviolable en el corazón de las instituciones, leyes y actuaciones de la sociedad
En la semana en que celebramos la fiesta de Cristo Rey, y en medio de tiempos nada fáciles, renovamos y proclamamos aquella confesión de fe y esperanza con que murieron asesinados muchos mártires de tiempos recientes en Méjico o en España dando su vida en amor y perdón, pidiendo a Dios que venga a nosotros su reino de amor, paz, verdad, libertad y salvación. Al reconocer a Jesucristo «Rey y Señor», como los antiguos cristianos, aspiramos a un mundo más humano gracias a su divina y universal Presencia, que es amor y misericordia, verdad y paz.
Hago mío, a este propósito enteramente, el lúcido y certero pensamiento del Papa Benedicto XVI que expresó ante la Asamblea general de las Naciones Unidas en abril de 2008; decía: «Cuando se está ante nuevos e insistentes desafíos, es un error retroceder hacia un planteamiento pragmático, limitado a determinar un ‘terreno común’ minimalista en los contenidos y débil en su efectividad». No bastan, cierto, planteamientos pragmáticos de muy cortas miras y carentes de horizontes, sobran estériles pragmatismos: la persona humana y su dignidad, base del bien común asentado en el reconocimiento real efectivo de los derechos humanos universales, son el fundamento que hemos de contemplar y poner en toda su consistencia, si queremos hallar el camino sanante y constructivo a seguir. Es fundamental y urgente un compromiso común en poner a la persona humana y su dignidad inviolable en el corazón de las instituciones, leyes y actuaciones de la sociedad, y de considerar la persona humana y el bien común, su verdad esencial, la verdad en sí misma que nos hace libres, para el mundo de la cultura, de la religión de la ciencia, de la política, de las relaciones humanas... Sobre esta base, amplia base, cuyo ámbito no se puede restringir, y sin ceder a una concepción relativista ni ideológica, habría que caminar y edificar para alcanzar y gozar de un futuro nuevo y esperanzador, una cultura y una civilización nuevas, que entre todos hemos de configurar, en diálogo y encuentro, sin imposiciones.
La vasta variedad de opiniones y puntos de vista no puede ni debe oscurecer el valor común y universal de la persona humana y su dignidad, y el valor del bien común inseparable del bien de la persona, que es la gran dirección que la comunidad humana, y la nuestra en España, ha de seguir: lo que es capaz de aunarnos a todos y sanar la patología que gravemente nos tiene atrapados y postrados, a derechas e izquierdas, y centro. Sin olvidar nunca que esto entraña la necesaria referencia a los derechos humanos que son universales, como también lo es la persona humana, sujeto de estos derechos. Son muchas y muy sutiles las formas de obviar, dificultar o impedir la realización de estos derechos y la persona humana que la cultura dominante y los poderes imperantes tienen, pero que no son la última ni vencedora palabra y que, por lo demás, estamos llamados a cambiar y transformar.
Entre todos es necesario y posible hacer lo que es posible y necesario: proteger y defender la dignidad de la persona humana, y no verse atrapados por la satisfacción de meros intereses, con frecuencia particulares e ideológicos. Es necesario una sociedad del «bien ser», que se edifique sobre ese «bien ser»: lo bueno, lo verdadero, lo bello, una sociedad hecha de hombres nuevos con la consistencia que le da su ser más propio. Esto exige un esfuerzo común educativo y la adopción de medidas sociales concretas y de estrategias mancomunadas pertinentes que posibiliten y garanticen el logro de tal protección y defensa de la persona humana, de su verdad y dignidad. Los proyectos educativos que se anuncian en España no van en la dirección adecuada y es preciso no sólo cambiarlos sino ofrecer, o buscar otros, entre todos y en fidelidad a la verdad que nos hace libres. A la Iglesia, a los que somos Iglesia, nos corresponde evangelizar, que no es proselitismo, sino proclamación de la verdad que nos hace libres y hermanos.
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