Tribuna

De amenazas que vienen del cielo

Las agencias de prensa publicaban una primera solución al enigma: los platillos eran cohetes electromagnéticos construidos en secreto por ingenieros nazis en España

Creo que debo hacérmelo mirar. Y rápido. Llevo dos semanas padeciendo ataques de déja-vu. Ya saben: esa extraña reacción mental por la que el cerebro cree estar viviendo cosas que ya ha experimentado antes. La culpa, claro, la tienen las constantes noticias sobre globos fantasma en los cielos de Estados Unidos. Ninguna, en el fondo, me ha parecido nueva. Llevo décadas oyendo hablar de intrusos aéreos en sus cielos, e incluso de su derribo, y la recurrencia de este asunto empieza a preocuparme.

Hace setenta y seis años, en el verano de 1947, ya sucedió algo así. En aquellos días, la prensa se llenó de titulares sobre aeronaves desconocidas que estaban violando el espacio aéreo entre Estados Unidos y Canadá. A nadie le pareció una broma. Habían pasado solo cinco años del ataque japonés a Pearl Harbour e incluso del envío a sus costas de más de nueve mil globos-bomba (Fu-Go, los llamaron) que terminaron en su mayoría hundidos en la mar. A los nuevos intrusos se los llamó «platillos». Los testigos los describieron como aeronaves de aspecto extraño, sin timón de cola, a veces con perfil de ala delta o de disco, que sobrevolaban incluso áreas muy pobladas.

En agosto de aquel año, una encuesta Gallup ofreció el sorprendente dato de que el 90% de la población ya había oído hablar de ellos. Los platillos volantes eran más famosos que el Plan Marshall o la ley laboral Taft-Harley que por aquellos días impulsaba la administración Truman. El mismo sondeo concluyó que la mayoría creía que se trataba de armas secretas. Seguramente rusas. O alemanas. Los que sospechaban que podían ser extraterrestres no llegaban ni al 1%. La presión fue tal que, a finales de año, las agencias de prensa publicaban una primera solución al enigma: los platillos eran cohetes electromagnéticos construidos en secreto por ingenieros nazis en España, con el apoyo cerrado del generalísimo Franco. Según una «organización europea independiente de espionaje», los vehículos se habían armado en Marbella y probado en presencia del propio Caudillo. E incluso se daban los nombres de los ingenieros responsables de aquello: los profesores Knoh y Mueller. La revelación se tomó tan en serio que la Oficina de Inteligencia de la Fuerza Aérea en Wright Field, Ohio, hizo averiguaciones. Estaban preocupados por la escalada incesante de observaciones. Los platillos ocupaban el foco del momento, y la inquietud era insoportable. Una carta del coronel H. M. McCoy dirigida al Pentágono, hoy desclasificada, cuenta cómo los antiguos nazis consultados por ellos –debemos entender personalidades del mundo de la cohetería como Werner von Braun– les juraron que España no había acogido a ningún científico importante y que, por supuesto, los doctores Knoh y Mueller les eran desconocidos.

Dio igual. La ausencia de respuestas claras por parte de las autoridades dejó vía libre para que los miedos colectivos saltaran de Franco y los nazis a los alienígenas. Y su irrupción no controlada terminó generando uno de los terrores más recurrentes de nuestros días.

Los monstruos funcionan así. Tememos lo que no vemos con claridad. Y los creadores de opinión, sabedores de ello, siempre han utilizado esa falta de información en su propio beneficio. También ahora. Y es que, tras la crisis de los globos espía se esconden otros intereses. Y no me refiero al manido pulso por el dominio mundial que libran China y EE UU. Uno es muy obvio: los republicanos –con el senador por Florida Marco Rubio a la cabeza– llevan años insistiendo en la necesidad de invertir ingentes cantidades de dinero público en «seguridad aeroespacial». Y también, años recurriendo a las historias de ovnis sobre bases militares, silos nucleares e instalaciones sensibles, para reforzar la dolorosa sensación de vulnerabilidad que en estos días electriza el país. Desde 2017 la voz de Rubio se ha vitoreado entre filántropos y contratistas militares. El Pentágono, siempre dispuesto a reforzar su milmillonario presupuesto, ha ido incluyendo, desde hace un tiempo, a los ovnis en su agenda. Primero, reconociendo que el tema les preocupa, y segundo, liberando poco a poco imágenes de extraños objetos sin alas, como supositorios flotantes, gravitando sobre sus barcos y bases. Todo es real, pero… ¿de otro mundo?

El déja-vu se hace intenso. Muy intenso. Un chispazo de memoria me lleva también a aquel octubre de 1957, con Eisenhower de presidente, en el que los soviéticos enviaron su primer satélite al espacio. Al verlo, Lyndon Johnson, que entonces era el líder de la mayoría demócrata en el Senado, dijo que «en breve, los rusos arrojarán bombas contra nosotros desde el espacio, como si fueran niños tirando piedras a los coches desde los puentes de las autopistas». Sus palabras aterrorizaron América. Otro miedo celeste más que, como seguramente pasará con éste, terminó desviando más dinero a la industria militar.

Lo que Johnson nunca contó es que el Sputnik lo habían impulsado también ellos. Diez años antes, en aquel 1947 de los platillos, los americanos lanzaban a diario globos espía con micrófonos ultrasensibles, rumbo a la URSS. Su proyecto Mogul, que buscaba escuchar las ondas provocadas por las pruebas nucleares de los rusos, terminó «regalando» varios de esos globos al enemigo. Los derribaron. Y Stalin, que no era tonto, aprovechó aquel obsequio caído del cielo para extraer tecnología que derivaría a su programa espacial.

Lo dicho. Un dejà-vu tras otro. ¿Será grave, doctor?

Javier Sierra es Premio Planeta y autor del ensayo "Roswell, secreto de Estado", donde analiza historias como esta.