Editorial

El caos lo apagó todo, también el Gobierno

Sánchez apareció horas después de lo tolerable y de lo razonable para aclarar poco y calmar menos

Pasado el mediodía de ayer, en torno a las 12:33, España retrocedió de golpe y sin aviso previo a un tiempo que solo reconocíamos por las múltiples series de ficción que han explotado las temáticas apocalípticas, del ocaso de los tiempos digitales, que suelen ser apuesta segura y de consumo e interés del gran público. Hasta ese instante en el que la vida de todos dio un vuelco, sin saber ni entender si todo lo que se esfumó en un segundo oscuro, volvería para recuperar el bienestar y el sosiego, pensábamos que la ciencia ficción que nos atrapa y encanta se trataba exactamente de eso, creación y literatura. En un segundo, en el chascar de los dedos, los españoles percibimos que la realidad puede superar al relato novelado. La nación se vio sepultada bajo un apagón general desconocido en nuestra historia o lo que los especialistas denominan como cero energético, la situación en la que el flujo de energía eléctrica en un sistema se interrumpe o se reduce significativamente hasta extinguirse. A nadie se le escapa, porque los ciudadanos pudieron padecerlo en toda su extensión, alcance y gravedad, a excepción de los territorios insulares y las ciudades autónomas, que la enorme desconexión se transformó en una embestida global contra lo ordinario y lo corriente que nos privó durante horas de luz, internet, móviles y que afectó a todos los servicios, ámbitos, sectores e infraestructuras del país, con singular relevancia en las comunicaciones y transportes, suspendiendo de facto la actividad cotidiana, la vida de todos, en suma, en el país. El caos en las redes de transporte y el tráfico colapsó buena parte de las principales ciudades de España, pero también las instalaciones y nudos aeroportuarios y ferroviarios. Ese cero energético envió a la inmensa mayoría de los españoles a sus domicilios, suspendió las clases y bajó los cierres de supermercados, farmacias y toda la clase de negocios dependientes de la energía para desarrollar su actividad. La confusión y la angustia alimentaron la psicosis y las escenas de compras compulsivas de primera necesidad que ya se dieron en otras emergencias se reprodujeron. Fueron las horas del pago en metálico y el teléfono fijo, que al menos permitió una mínima interacción en horas de silencio, incertidumbre y desasosiego. Ese miedo a lo desconocido, a lo que estaba pasando y a lo que nos aguardaba al otro lado del apagón, alimentó el escenario estresante que no acabamos de dejar atrás con tantas calamidades que nos hemos visto obligados a superar en los últimos años. Urge, por supuesto, una explicación concluyente y consistente sobre lo acontecido y sobre cómo fue posible que una potencia como España se frenara en seco con un corte de energía absoluto y que se prolongara mucho más allá de lo que debiera ser razonable y tolerable. Será inevitable que se disparen las teorías de toda índole, pero por eso mismo las entidades responsables deben exponer con transparencia los detalles de este desastre que acarreará, además de la factura emocional, un considerable coste económico y para la imagen de un país que no atraviesa precisamente su mejor momento de confianza y crédito. Lo que se pudo constatar de nuevo ayer fue la parálisis y la incapacidad del Gobierno para reaccionar frente a otra emergencia nacional como ya sucediera en los tristes capítulos precedentes que encadenamos con Sánchez en Moncloa. El apagón informativo e institucional fue casi absoluto durante seis horas hasta que el presidente compareció para aclarar poco y calmar menos, amén de las recomendaciones de rigor. Los españoles precisaban la seguridad y la urgencia que no encontraron en el Gobierno. Llueve sobre mojado en un patrón de conducta que suele además enturbiarse. Nada que ver con la extraordinaria respuesta de los servicios esenciales que preservaron las infraestructuras críticas una vez más. Al igual que una ciudadanía serena.