El canto del cuco
Las cigüeñas y San Blas
Los descreídos tachan de supersticiones las devociones populares. ¡Allá ellos! El pueblo lleva razón siempre, hasta cuando se equivoca
Ya han tomado las cigüeñas posesión de los campanarios de Castilla. No han esperado a San Blas como estaba establecido desde antiguo, si no era año de nieves ni de bienes. (En España, ni lo uno ni lo otro). Esa cita quedó cancelada, dicen que por el calentamiento global, por la abundancia de basureros o por lo que fuere. El caso es que hace tiempo que se adelantan al santo y se aposentan en las torres de las iglesias como garabatos blancos y negros o vuelan, elegantes, sobre los caseríos despoblados y los páramos desiertos. No podemos pedirles cuentas de que permanezcan todo el año, pico sobre pico, sin traer niños al mundo. Tampoco tienen ellas la culpa de que el Gobierno se niegue a tener en cuenta la despoblación y la orografía a la hora del reparto de los fondos comunitarios. Bastante tiene el presidente con satisfacer las necesidades de catalanes y vascos, y sus propias necesidades. Castilla puede esperar. No metamos a las cigüeñas, leales y conservadoras, en esto.
Febrero arranca con la Candelaria, que es la fiesta de la luz en el corazón del invierno, y San Blas, el santo popular y milagrero, al que acompañan las airosas cigüeñas, que crotoran y danzan en la torre a la pata coja en su honor. San Blas, obispo y mártir armenio, es especialista en los males de garganta, tan frecuentes en estos días de frío, en los que hacen su agosto los laboratorios y las farmacias con remedios para los resfriados. Cuenta la leyenda que iba San Blas, cuando la persecución de Diocleciano, camino del patíbulo, acompañado de una multitud. Entre el gentío se abrió paso una mujer que se le acercó con un hijo moribundo en brazos pidiéndole ayuda a gritos. Al niño se le había clavado una espina en la garganta. El santo le impuso las manos y el muchacho quedó curado. De ahí le viene a San Blas la fama de especialista en garganta, fama que se mantiene entre el pueblo a través de los siglos.
Los descreídos tachan de supersticiones las devociones populares. ¡Allá ellos! El pueblo lleva razón siempre, hasta cuando se equivoca. Confieso que San Blas no era santo de mi devoción. Durante años le he echado la culpa de la muerte de mi padre, que sucedió de repente tal día como hoy, segundo de su fiesta en el pueblo. Tenía 28 años y yo dos, y me he pasado la vida buscando al padre inútilmente. ¡Qué culpa tenía San Blas! Era como acusar de aquello a las cigüeñas.