César Vidal

Abdicación

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Los partidarios de que el actual monarca español abdique han redoblado sus esfuerzos en las últimas horas echando mano del reciente ejemplo proporcionado por Benedicto XVI. Personalmente, sólo tengo respeto hacia la decisión del que pronto volverá a ser sólo Joseph Ratzinger de la misma manera que lo manifesté en su día cuando Juan Pablo II decidió, de manera diametralmente opuesta, mantenerse aferrado al timón de la Iglesia católica en una condición física dolorosísima. Sin embargo, no es ésa la cuestión que deseo ahora abordar. No puedo decir desde cuándo soy republicano por la sencilla razón de que no recuerdo haber sido jamás monárquico y mis memorias de los siete u ocho años de edad me traen la imagen de un niño entusiasmado con la revolución americana. Ni siquiera puedo decir que he sido juancarlista como afirman tantos porque mentiría descaradamente. Con todo, igual que nunca he sido monárquico ni juancarlista, también es cierto que he hecho todo lo posible en esta vida para no comportarme como un estúpido. Pretender ahora la abdicación del rey –por mucho que se apele, de manera un tanto cursi, a la fragancia de los tulipanes o al aroma del incienso– es, como mínimo, una necedad empapada de grave irresponsabilidad. Hace cinco o seis años, con la crisis sin estallar, pero con algunos problemas de envergadura apuntando en el horizonte, la abdicación del Rey podía haber sido incluso recomendable. Se habría retirado entonces con un historial positivo y un heredero preparado podría haber demostrado desde el principio su capacidad. Para desgracia de la nación, las circunstancias ahora no son tan halagüeñas. La abdicación del rey provocaría un daño inmenso a la imagen de España –lo crea o no la gente, sigue siendo nuestro mejor embajador en el extranjero–, abriría una espita de cambios cuyo final sólo conoce el Altísimo y agitaría más de la cuenta una nave del Estado ya bastante baqueteada y con las cuadernas crujiendo. A día de hoy, la permanencia del actual monarca en el trono es una condición para que no todo acabe en el sumidero por la irresponsabilidad de unas castas privilegiadas y para que a un Frente Popular redivivo no lo siga, al fin y a la postre y como le advirtieron los sindicatos europeos a Méndez y Toxo, un golpe de los coroneles. Esperemos a ver si Dios quiere que todo se apacigüe. Entonces, para bien de España, que los teletipos anuncien la abdicación regia o aquello de «¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey!».