Historia

Ahí lo dejo

Los primeros historiadores que se interesaron por Calígula fueron romanos y lo hicieron un siglo después de su breve periodo como emperador de Roma. En tan solo cuatro años al frente del imperio dejó un oscuro recuerdo que llega hasta nuestros días.

Es posible que los historiadores romanos, cuando escribieron, quisiesen no solo dejar testimonio histórico, sino que intentasen también alertar sobre los peligros que tiene el poder personal llevado al extremo, pero, de lo que parece no hay duda, es de que Calígula fue un megalómano, extravagante y peligroso personaje.

Su auténtico nombre era Cayo César Augusto Germánico. De hecho, si alguien se hubiese referido a él como «Calígula» lo hubiese ejecutado inmediatamente. En realidad, hoy le conocemos por el apodo que le puso la soldadesca de su padre cuando era todavía un niño. Se crió en un campamento militar, junto a sus progenitores, y su madre le vestía con uniforme militar; como el calzado de las legiones eran las caligas, de ahí su mote: «Botitas».

El emperador Tiberio decidió que le sucedieran dos personas, Calígula y Tiberio Gemelo, nieto adoptivo y nieto natural, respectivamente.

Con 25 años, Calígula ordenó el asesinato del otro heredero quedándose con el trono y la herencia.

En sus primeros meses de gobierno, se dedicó a fondo a intentar conquistar a toda Roma: duplicó el salario de los pretorianos, abolió los procesos de lesa majestad, decretó una amnistía y devolvió las elecciones de magistrados al pueblo. Prometía ser un buen hombre, justo y bondadoso.

En realidad, necesitaba el favor popular para anular el testamento de Tiberio y eliminar a cualquier otro aspirante al trono sin consecuencias para él.

Inició una campaña para forjar un poder como nadie había tenido antes. Empezó por los que le habían ayudado en su carrera, como Nevio Sutorio Macrón, que fue un aliado clave en su acceso al poder, pero que posteriormente cometió el error de dispensar consejos y advertencias no solicitados, hasta que llegó el día en que le dijo: «Ahí llega el maestro de quién ya no necesita lección alguna», antes de ejecutarle.

Calígula se ensañaba con los que perdían su favor, consideraba una ofensa cualquier cuestionamiento o duda que se le hiciera sobre su divinidad y tuvo una constante obsesión por encontrar y eliminar conspiradores.

Terminó con los defensores del retorno a la república, con los que quisieron limitar su poder absoluto y, después, con los magistrados. Necesitaba que no hubiese ningún contrapoder.

A los senadores que le contradecían, directamente les rebanaba el cuello o los marcaba con hierros candentes. Una de sus últimas ocurrencias fue cortarlos por la mitad, encerrarlos en jaulas o tirarlos a las fieras.

Solo tenía aprecio por su caballo. El animal contaba con un séquito de esclavos que le hacían de sirvientes. Calígula ordenó hasta tallarle un busto de marfil.

Escribieron los historiadores que Incitato, el caballo, vestía de púrpura, que era el color reservado para los poderosos, lucía joyas y piedras preciosas y hasta le alimentaba de avena mezclada con

partículas de oro.

Hay un cierto debate histórico sobre si Calígula, en un gesto de desprecio al Senado y a las instituciones romanas, llegó incluso a nombrar senador a su caballo o intentó que fuera designado cónsul, pero lo evidente era que su sentido del poder era buscar la dominación y la humillación de los demás.

Inevitablemente, generó tantos odios que su muerte fue deseada por todos, unos por miedo, otros por venganza y los demás, por mera justicia. Finalmente, quien lideró la conspiración contra él fue uno de los soldados de la Guardia Pretoriana que habían sido más humillados por el emperador, Querea.

Un déspota puede hacer mucho daño, pero suelen durar poco en el poder.

Como dicen mis alumnos,

«ahí lo dejo...».