José Luis Alvite
Al fondo de la ratonera (II)
Frente a la mujer irresistible se pregunta uno quién será su amante afortunado, el tipo que le abre la puerta del coche y le separa la silla en el restaurante, el estilista que retoca su pelo hurgando en su melena con el rabo del peine... y a veces uno mira el resplandor de su rostro, la luz tamizada de tu tez, y supone que en el alma de una mujer como ella quien de verdad maneja los resortes es un discreto e impagable electricista, alguien como aquellos tipos de la Warner o de la Paramount que sabían con incontestable exactitud cuantos amperios había que deslizar por la sonrisa lisérgica de Joan Bennett para que en «La mujer del cuadro» Edward G. Robinson aceptase casi con placer verse involucrado en un asesinato. Tampoco Joan Bennett era una belleza rotunda, una simétrica mujer sin defectos, y tenía sin embargo ese encanto sugerente y perverso que a mi me resulta irresistible, esa capacidad de persuasión con la que incluso podría conseguir que la asesinases a ella para ver luego como se desvanece en su rostro la luz de la vieja marquesina del cine Rialto, la buganvilla gris de su fotogénica y cautivadora codicia, ese extraño polen que resulta al mezclarse el sexo, el dinero y la avaricia en la brasa escalfada del cine. Conocí a una mujer que me pareció irresistible y le pregunté cual creía ella que era el secreto de su atractivo inapelable. «No hago nada para ser así. Serán los genes, encanto –me dijo–, o que me ves con buenos ojos. Hay mujeres que comen sardinas y les huele a ostras el aliento. Será que hay un metabolismo de la belleza, cielo, algo que ocurre dentro de ti y en el caso de que no te ocasione flato, te produce luz». Después prendió un cigarrillo y me echó el humo a la cara. Y al parpadear me pareció tener en los ojos las pestañas penales de Joan Bennett.
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