José Luis Alvite
Alcoba de huéspedes
Hace años me di cuenta de que la mayor parte de mis textos giraban en torno a la mujer, la infancia o la muerte, y ahora creo que en eso ha consistido en general mi vida si descontamos algunos trámites en las ventanillas, tres accidentes de coche por quedar dormido y el tiempo que dediqué a repostar en las gasolineras. De mi infancia hablo con nostalgia, me refiero a las mujeres con cierto desencanto, y en cuanto a la muerte, creo que es el único de los tres asuntos del que escribo sin tener experiencia propia. En realidad he pasado por mi vida con una actitud de relativa distancia, como alguien que en su propia casa ocupase voluntariamente la alcoba de los huéspedes, igual que un médico que al mirarse en el espejo esa inquietante manchita en el rostro lo hiciese pensando en diagnosticarle un cáncer de piel a alguien que, aun teniendo sus facciones y su mirada, en realidad no es él. Supongo que es la misma distancia que sobre su propia conciencia toman los irresponsables, los soñadores y los cobardes. En cualquier caso me ha sido de gran ayuda el hecho cierto de que muchos de mis mejores recuerdos son la consecuencia agradable de algún olvido. A fin de cuentas no hay nada de ilegítimo en rellenar con literatura los lapsos de la memoria, como hace el cazador que al evocar el rastreo de las liebres se apunta los aciertos que en realidad lo fueron del perro. Eso mismo hago a veces yo al reconstruir la infancia de un muchacho del que con franqueza sólo podría decir que destacó por el dudoso mérito de pasar inadvertido. Ocurrían en mi cabeza cosas que eran irrealizables, ideas desmedidas sobre las que guardaba silencio porque lo cierto es que siempre supe que estaba condenado a ser la clase de hombre que si sobrevive a tres accidentes de carretera es porque ni siquiera merece la suerte de morir dormido.
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