María José Navarro

Alfredo

La otra noche, nada más morirse Alfredo Landa, TVE dedicó un presunto especial a la figura del actor. Entre los interminables Alcántara y el programa donde Arias y Echanove se ponen como el Tenazas, el ente público emitió un homenaje que por lo visto gustó muchísimo. Una, que no entiende de tele ni de montajes ni de nada de nada, se quedó sin embargo con cara de liebre disecada. Debe ser que se me escapa que tenga gracia que se repitan fotos en una sucesión de instantáneas o que se insista en emitir algunos de los momentos en los que a Alfredo la enfermedad ya le estaba atizando de lo lindo, pero repito, igual es que me quedan grandes algunos aspectos artísticos que soy incapaz de comprender. Vaya desde aquí mi reconocimiento al intento de homenaje, cuando menos, y a la valía de los profesionales que allí trabajan. Para mi gusto, con una peliculita (o el peliculón que anoche emitió en «Somos cine») hubiera bastado. A todo esto se ha muerto Alfredo Landa, uno de esos actores prodigiosos que nacen cada mucho y que tienen la suerte de ser buenísimos y de caer estupendamente a todo el mundo, circunstancias difíciles de mezclar y de conseguir. Se ha ido Alfredo y se ha llevado consigo aquella forma de decir las cosas, de manejar los silencios y de mirar. Y sobre todo, se ha ido un tipo con fama de haberlas tenido tiesas con mucha gente olvidando que fue mucha más la que recibió su inmensa ternura y cariño sin merecerlo. Ése fue mi caso. Le imagino entrando en el cielo con decisión. «¿Le pongo un tinto, Don Alfredo?». «¡Toma, claro!»