Sevilla

Aniversario político-cinegético

El dicho «cualquier tiempo pasado fue mejor» se repite a menudo aunque la mayoría de las veces sin razón. La mayoría de las veces pero no siempre, y valga mi relato como argumento en abono de que las consejas populares pueden estar llenas de sabiduría. Corría el año de 1910 y el 9 de febrero se encuentran en los pasillos de un vagón de coches cama –aquellos inolvidables furgones con taracea de madera en el forro de las paredes– Antonio Maura, el conde de los Andes y José Tejero, los dos últimos mauristas muy activos en Jerez de la Frontera y Huelva respectivamente. Maura y Andes habían subido al tren en Jerez, Tejero en Sevilla, todos se dirigían a la capital del reino. El convoy sufrió un enorme retraso debido a un descarrilamiento en Alcázar de San Juan que bloqueó por completo la vía lo que brindó tiempo suficiente para reunirse en una fonda y que la conversación vagara de la política a la vida cotidiana. En las Cortes, en esa precisa fecha tomaba posesión Canalejas de la Presidencia del Consejo de Ministros como remate de la crisis del gobierno Moret, y la ausencia de Maura ese día y los anteriores habla de su pulcritud política no interfiriendo en la vida del partido conservador; el desenlace lo conoció en la susodicha localidad por una consulta telegráfica de Alfonso XIII. Fortuitamente conocemos el tema de la parte privada de la reunión: la caza y particularmente la caza mayor.*

José Tejero, empresario que llevó su lealtad a la Corona hasta poner a sus mermeladas de naranja amarga el nombre de Rey de España, dio cuenta en una carta de 28-VI-1957 que don Antonio volvía «muy contento» porque había cazado (7-II-1910) en la parte del Coto de Doñana conocida como La Marismilla (entonces de Guillermo Garvey luego del Marqués del Borghetto) y se había estrenado como montero en la mancha Rincón de los Carrizos con un jabalí, la especie más emblemática de la montería, acción que reafirmó luego con un venado derribado en otra batida. Los dos señores de la sierra habían caído bajo sus disparos para completar su carrera cinegética, muy amplia con la menor, de manera satisfactoria y en uno de los cotos más señeros de la vieja piel de toro.

Maura tenía 56 años, ya había presidido en dos legislaturas el Consejo de Ministros, era miembro de las Reales Academias Española, de Jurisprudencia y Legislación, Ciencias Morales y Políticas y Bellas Artes, mantenía un renombrado despacho de abogacía, había renunciado al Toisón de Oro porque la concesión tenía que refrendarla el gobierno Moret que juzgaba ilegítimo... y estaba encantado por haber rendido a un hirsuto jabalí y ser proclamado montero por los seguidores españoles de San Huberto.

Ante una figura de tanto lustre, los cazadores de La Marismilla reunieron el oportuno tribunal para juzgarle según las leyes de la montería, le extendieron el título de montero, le condenaron a una generosa multa en beneficio de guardas y perreros y sustituyeron las acostumbradas bromas por una corona de laurel y una gran fiesta flamenca con los mejores «cantaores», las guitarras más afinadas y lo más granado de las «bailaoras». Todo compartido por el grupo de monteros, guardas, perreros y el personal de la finca.

La anécdota es curiosa y a mí me mueve a reflexión la corona de laurel como antítesis de las explosiones de mal gusto que al socaire de los «noviazgos monteros» me he visto forzado a asistir. No se me olvida que en 1910 se iba al campo con camisa de cuello duro y que el sombrero era una prenda habitual para poder saludar con estilo, pero la finura de espíritu y la cultura que demuestra ese laurel me hace añorarlo frente a la chabacanería de algunos «noviazgos» actuales.

Recuerdo en especial el de una jovencísima muchacha a quien, en vez de un par de marcas que subrayaran la belleza de la chica, embadurnaron la cara con sangre, colocaron sobre ella vísceras, mancharon su pelo con más sangre y estallándole huevos sobre el cráneo; la joven terminó el espectáculo con la ropa manchada y teniendo la desgraciada que ir a ducharse para olvidar tanta mugre y descortesía.

Existe la equivocada tendencia de que, para subrayar lo popular, conviene vestirlo de grosería y así resulta más natural, cuando la civilización consiste en superar la naturaleza elevándola por el espíritu. Los majos y las manolas se vieron dignificados por el genio de Goya y lo soez no hace más cercana la conversación, la convierte solo en más ordinaria.

Por eso, recordando los laureles como homenaje montero a un personaje histórico me atrevo a exclamar: ¡Cualquier tiempo pasado fue mejor!

*Fundación Antonio Maura. Fondo Gabriel Maura Gamazo, caja 127/8.