Alfonso Ussía

Añoranzas

La Razón
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Perdón que escriba de mis cosas. Estamos en Navidad. Mi padre era un hombre callado, tímido y poco hablador. Llevaba la síntesis de la expresión guipuzcoana en su manera de ser y comunicarse. Mi madre, al contrario, era divertida, con un gran sentido del humor y sorprendente. Un día nos reunió a sus diez hijos: «Soy vuestra madre y lo seré siempre, excepto el Día de la Madre. El Día de la Madre soy vuestra tía». Mi hermano pequeño, Álvaro, gran seductor, se enamoriscó de una belleza espectacular. Pero guardaba un secreto terrible de la familia de ella, y un día lo reveló: «El padre de mi novia no se pierde un sorteo de la Lotería de Navidad. Cada 22 de diciembre, se levanta a las 7 y hace cola para entrar en el salón de Loterías». Mi madre consideró que esa costumbre entrañaba grandes peligros. Y se reunió con Álvaro: «Hijo mío, con los antecedentes familiares de tu novia es muy difícil que seas feliz en el futuro. Si hubiera sabido que su padre estuvo en la cárcel por atracar un banco, podría haberlo superado. Pero con un padre que asiste al sorteo de la Lotería de Navidad, esa chica no puede aportarte nada bueno».

Acertó plenamente. Se inició un distanciamiento anímico, y sus corazones –como escribió el gran maestro P. Grenville Wodehouse–, dejaron de latir al unísono. A los pocos meses de la ruptura, la hija del forofo de la Lotería de Navidad se quedó embarazada con la colaboración de un indonesio, y hoy vive en Yakarta, donde regenta un local de masajes orientales. Las madres no se equivocan. La hija de un abonado al sorteo de la Lotería de Navidad carece de fundamentos prometedores.

Escribo de esto porque nada se me antoja más agobiante y absurdo que la Lotería de Navidad. Los informativos de las cadenas de televisión dedican un tercio de su espacio a inmortalizar borracheras matutinas y zollipos de euforia. Y siempre pienso en los vendedores de lotería, que no juegan, y se sienten tan contentos o más que los afortunados por el azar. Experimento el mismo desconcierto que en los concursos de ganadería de mi adorada Montaña de Cantabria. Se advierte en la fotografía, siempre a cuatro columnas, a una vaca muy triste y un señor contentísimo con un trofeo en sus brazos. Y reza el pie de foto: «La vaca ‘‘Piolina’’ ganadora del Concurso de Torrelavega». Lo ha ganado la vaca, y el trofeo se lo lleva un individuo que nada tiene de vaca ni de toro, y de ahí la contenida indignación de «Piolina» que no entiende lo que ha sucedido. Pues lo mismo. En la Lotería de Navidad me sucede lo que a la vaca «Piolina» en el Concurso de Torrelavega, o de Selaya, o de Comillas. Que el premio siempre se lo lleva otro, y por lo normal, con aspecto de no merecerlo. Se trata de una estafa nacional de alto porcentaje delictivo. Una estafa, por otra parte, reivindicativa-social, por cuanto jamás he visto que le toque a un millonario. Los millonarios son los que compran más décimos y siempre se quedan a dos velas. Una injusticia que no merece perdón alguno.

El peor día de la Navidad es el 22 de diciembre, seguido por la bochornosa noche del 31, con los matasuegras, los pitos, los gorritos, las serpentinas y los efectos pirotécnicos. Todos los años se registran accidentes producidos por cohetes y petardos manipulados por inexpertos. Dedos y manos que vuelan por la simple estupidez de hacer ruido. Esa vulgaridad se compensa con el 24 y el 6 de enero, los grandes días de los niños. Y otro día escribiré de las comidas y cenas de empresa, aborrecibles eventos.

Pero el espectáculo de los ganadores de la Lotería de Navidad y la importancia que conceden los medios de comunicación a semejante bobada, no es superable. De ahí, que hoy, añorante, recuerde a mi madre y su visión del futuro.