José María Marco
Apocalipsis en el paraíso
Corren tiempos turbios en la Unión Europea. Y sin embargo, a pesar de todo el desencanto, la sobreactuación y las paranoias, la economía de la Unión está creciendo al ritmo del 2% anual. Es la tasa de crecimiento más alta desde hace por lo menos seis años. Mayor que la de Estados Unidos. Crecen todos los países (España al 3,2%) y todos los sectores. El desempleo ha caído, también en todas partes, hasta una media del 9,6%, la tasa más baja desde 2009 (en nuestro país estamos en el 18,2% de desempleo, pero el empleo subió el año pasado el 3,12%, frente al uno por ciento en el resto de la Unión Europea).
Es cierto que lo mismo ocurría en Estados Unidos el año pasado, y eso no impidió que ganara la opción populista y «antiestablishment», la misma que se complace en pintar con tono de quiebra inminente una situación que está muy lejos de serlo. Esta percepción prevalece, sin embargo, y con ella la sensación de que «el sistema» está seriamente tocado. Como la UE ha tenido un papel fundamental en la gestión de la crisis económica y presenta un perfil inacabado y, en muy buena medida, alejado de las preocupaciones diarias de los europeos, las instituciones de la Unión, que parecen no representar a nadie, se han convertido en el chivo expiatorio de la sensación de frustración. Así llegamos a la actual situación preapocalíptica, semanas antes de que se celebre el 60 aniversario del Tratado de Roma.
Los populismos no son nuevos en la Unión. Vienen de los años 80 y 90 del siglo pasado, y lograron situarse en el mapa a principios del actual. El pionero es el Frente Nacional francés, seguido de los partidos nacionalregionalistas en Bélgica e Italia (los españoles sabemos mucho de esta clase de nacional-populismo), el Partido por la Libertad en Holanda y los éxitos de Ley y Justicia en Polonia y del UKIP en Gran Bretaña. Podemos en España, y Syriza, en Grecia, son las versiones de izquierda de estos populismos. Aunque alejados de los primeros en algunos aspectos, lo están menos en otros. Salvo Podemos, fiel a la irremediable aversión de la izquierda española hacia la idea de su país como nación, todos comparten una enérgica reafirmación identitaria y social. Los han impulsado la crisis económica, la globalización, los nuevos competidores y la emergencia en estos países de una nueva clase media, así como la dificultad de la Unión Europea para responder a retos sensibles (inmigración, dificultades en la movilidad social y degradación de la cultura propia, que es, en un sentido muy profundo, cultura nacional). Todos estos populismos se alimentan a su vez de la ruina de la izquierda. A partir de ahí se hacen con un electorado que parece haber perdido el respeto a las instituciones y el miedo al salto en el vacío. Partiendo de la izquierda, son lo bastante fuertes como para plantar cara a la derecha tradicional, que a veces cae en la tentación de hacerles el juego.
Además de estos populismos, los ha habido muchos, y de muchas clases, en la Unión Europea: el PSOE (el caso de Andalucía es de libro) y Forza Italia, de Berlusconi, son ejemplos bien conocidos. Y es que el populismo no siempre tiene resultados negativos: hace posible la renovación de las élites e introduce nuevas realidades en sistemas anquilosados, o que los electores perciben como tales, muchas veces por exceso de consenso. En Estados Unidos el populismo forma parte de la tradición democrática desde la fundación del país y no presenta el carácter destructivo, en particular con las instituciones, que tiene en sociedades más estructuradas y rígidas como son las europeas. Por eso lo que ahora se ve como amenaza puede dejar de serlo cuando estos partidos se acercan al poder. Es el caso de Syriza, del Partido de la Libertad en Austria, y tal vez de Francia, una de cuyas glorias políticas ha sido la recuperación por el conservadurismo republicano de movimientos nacionalistas ultrafascistas, aunque ahora faltan los motivos centrales del gran «gaullismo» francés que facilitaban esa clase de integración.
Sea lo que sea, y en vista de la positiva evolución económica en el último año y en lo que llevamos de éste, los inversores y los empresarios parecen pensar que la supercrisis de la Unión Europea no es tan inminente como parece. Es posible que también conozcan mejor que nadie la fortaleza de la Unión, su capacidad –demostrada una y otra vez– para superar las dificultades mediante la negociación y el pacto, por no hablar de los gigantescos beneficios que ha traído a todos los ciudadanos europeos en términos de estabilidad, prosperidad y libertad. Seguramente Trump, que encabeza la guerra de clases global contra las élites, no resulte tan perjudicial para la Unión: porque favorecerá el crecimiento y porque ya ha servido de aviso. No se sabe si el futuro es más o menos Unión. Lo que parece claro es que una vez pasadas las elecciones nacionales de este año, que han paralizado a los dirigentes de la Unión desde hace demasiado tiempo, la construcción europea habrá de adaptarse a realidades nuevas, que no cabe negar en nombre de ilusiones autocomplacientes. Tampoco resulta fácil, hay que reconocer, la gestión de lo que más se parece al paraíso desde que nos echaron de él, en tiempos de nuestros primeros padres.
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