Ramón Tamames

Bioculturas

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De un tiempo a esta parte, se ha puesto de moda, en toda una serie de medios, la idea de la biocultura. Un término susceptible de diversas acepciones, puesto que al fin al y al cabo no significa otra cosa que el «cultivo de la vida»; algo que la Naturaleza hace por sí sola, sin que nadie tenga que decirle cómo ni cuándo. Y es que a veces nos lanzamos a lucubraciones varias, que cuando se aprecian con la cabeza fría pueden no resultar ni fehacientes ni útiles.

De manera predominante, la voz a que nos referimos, se relaciona con la afición, bastante extendida últimamente, de elaborar y consumir productos que se pretenden de ecológicos (¿es que los demás no lo son?), con la pretensión de que en ellos no interviene la pecaminosa mano del hombre: nada de abonos artificiales que se consideran nocivos, ni plaguicidas que pudieran ser tóxicos, ni de biotecnologías buscando organismo genéticamente modificados (transgénicos, para entendernos), porque no se sabe qué consecuencias tendrán a pesar de estar homologados por institutos científicos.

Ciertamente, se lo digo a los lectores de «Planeta Tierra», no soy ningún entusiasta de la biocultura, aunque la respeto. Pero no me parece lo más correcto que algunos biocultores lancen invectivas a los productos de elaboración masiva; que en la mayoría de los casos son de buena calidad, precio más bajo, y con garantías de salubridad.

Si se le preguntara a Borlaug -el Premio Nobel de la Paz que planteó la Revolución Verde- su opinión sobre las nuevas tendencias bioculturales, quizá habría contestado con observaciones similares a las que hemos hecho. Y es que en realidad, volver a los productos pretendidamente sanos y que nos van a hacer vivir muchos años más (lo que es harto dudoso), resulta algo así como retornar a los sastres tradicionales; olvidándonos que existen Zara y Emidio Tucci, por citar sólo dos marcas de lo más hispánicas.