Francisco Nieva
Brujería
Fue el joven poeta Eduardo Haro Ibars quien me reveló la existencia del supuesto brujo y mago Aleister Crowley, totalmente entregado al esoterismo y ocultismo, que llegó a influir sobre intelectuales y artistas de nota, sobre Los Beatles y David Bowie, por ejemplo. Nacido en 1875, hijo de un millonario galés, era de una inteligencia superior, estudió a fondo y visitó los más variados y exóticos lugares del mundo, fundó la secta de Thelema –voluntad, en griego– y escribió «El libro de la ley», de gran repercusión entre los ocultistas de su tiempo. «Magia teórica y práctica» también cautivó a los iniciados. Igualmente, escribió novelas y poemas en cantidad. Hallé aquel libro de magia en inglés en una buhardilla de alquiler en Roma, donde había habitado también un matrimonio de brujos. Aquella casa estaba impregnada de brujería y ansia de poder. Yo era ambicioso como pocos, quería triunfar y dominar, hacerme dueño de todo el teatro.
Me leí todos los libros esotéricos y brujeriles que encontré en un armario disimulado, manantial teórico y práctico de aquella pareja de endemoniados, y hasta quise endemoniarme yo mismo, practicar la brujería para triunfar en el teatro, aliarme con Lucifer o con Satán, llegar a un trato, en el que yo pagara en sufrimiento cuanto decidiera el maligno.
La iniciación a Thelema requería principalmente de la bisexualidad y la experimentación con drogas. Bajo los efectos de alguna sustancia había escrito yo varias obras en casa de los brujos, que tuvieron éxito y me procuraron la celebridad, aunque pronto concluí que resultaba más efectivo planear e imaginar sin ayuda de psicotrópicos, con plena consciencia de lo que hacía. Con todo, el resto de mi obra trasciende la impresión de haber conocido el infierno. Esta incursión en las artes ocultas confirió un no sé qué de extraño y enigmático a mis argumentos y proyectos que no puedo evitar.
Para alcanzar la sabiduría trascendental «Haz tu voluntad», se había dicho Thelema. Que Valle-Inclán también experimentaba con toda clase de drogas lo testimonia su poema «La pipa de kif». No era bisexual, pero lamentaba no serlo, lamentaba «no poder pecar más», para escribir mejor. Yo quise hacer lo mismo y no tengo palabras para lamentar que tuviera –supuestamente– poderes de brujo, que es tan vulgar y de lo que presume mucha gente zafia y presuntuosa, poderes mágicos y adivinatorios. Yo sólo tengo poder sobre mi estilo literario y poético en el teatro. Aunque, con aquella misma ambición satánica, escribiera «La carroza de plomo candente», que me hizo ganar un millón de pesetas al mes, y estuvo muchos en cartel, y está inspirada en aquella biblioteca esotérica descubierta en la buhardilla de los brujos romanos. Me llené de tormentosos escrúpulos pensando que esto era el pago de mi trato. Ahora sé que todo es fruto de una sugestión ambiental, de un sueño maligno, de una droga mental y una temporal locura y desvarío que sufre el individuo ambicioso y voluntarioso en su juventud. No puedo ocultar mi temor a los brujos, porque, como alguien dijo una vez: - «Yo no creo en las brujas, pero haberlas hailas». Esto es tan cierto como que Aleister Crowley existió materialmente. La brujería encubierta aún da muestras de su antiguo poder.
Quiero recordar la desgracia que afectó tan gravemente a Roman Polanski tras idear una película sobre los brujos y ocultistas que, según es fama, habitan en un respetable y lujoso edificio de Nueva York. «La semilla del diablo» fabuliza e ironiza sobre una supuesta célula de brujos aburguesados y ricos que habita varios pisos de dicho edificio. No pasaron muchas semanas tras el estreno de la película, cuando Charles Manson y su cortejo de endemoniados liquidaron a todos los ocupantes de un edificio de recreo, entre ellos a la esposa de Polanski, la actriz Sharon Tate. Basta con mirar una foto de Manson para ver el rostro del mal, una máscara satánica que hace temblar, la de un actor caracterizado aposta para una película de terror. Revisité aquel suceso para reafirmar mi conmoción. Así como mis escrúpulos sobre mi existencia cotidiana en una endemoniada buhardilla de Roma y las aviesas ideas que allí me asaltaron, igual que al protagonista de la película de Polanski. El arte pone en evidencia todas las posibles ideas turbias y malvadas del cerebro humano y no soy el único que ha sentido tan profundamente ese tipo de tentación, que ahora tacho de vulgar y común. Todos querríamos ser brujos, si lo pudiéramos. Y yo siempre me he apartado de parecer vulgar, tan vulgar y corriente como la tentación del mal. Moneda tan corriente en la Humanidad.
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