Restringido

Buda de la revuelta

La Razón
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Lo ha vuelto a hacer. Bob Dylan ha cobrado una talegada por lucir en un spot de televisión su sonrisa de gato de Cheshire. Ha colaborado con IBM, que presenta a Watson, sistema informático de inteligencia artificial. Juntos, cantautor y robot, protagonizan una escena leve y simpática. Como pueden imaginar arrecian las condenas. El tambor de internet berrea contra el Mito Vendido, el Rockero Codicioso, el Viejo que Traicionó el Pasado. Los guardianes de las esencias toleran mal que preste su aura a una corporación capitalista. Son los mismos que chillaban histéricos cuando en 2011 actuó en China y pasó cantidad de interpretar «Blowin´ in the wind» o «Hurricane», dos de sus canciones «protesta». En aquellos días Maureen Dowd, del «The New York Times», le afeaba que no hubiera dedicado ningún tema al artista chino Ai Weiwei. Pero Dowd, ¿necesito aclararlo?, demostraba ser una imbécil. Apenas conoce 15 canciones del de Duluth, la mayoría publicadas entre 1962 y 1963. O sea, el brevísimo periodo en el que Dylan publicó sus discos más obviamente politizados. Dowd y cía reducen a uno de los artistas claves del siglo XX con el primerísimo de sus múltiples y fascinantes periodos, el de la rebelión folkie y la lucha por los derechos civiles, que abandonó en 1964 para abrazar a Rimbaud y, meses después, la electricidad, y que a su vez descartó en 1967 para bucear en los arcanos del blues y el country, y así sucesivamente. El propio Bob Dylan, al que en 1966 silbaban durante sus conciertos porque había abrazado el rock and roll y pasó de las diatribas sociales a disparar bombones de ácido lisérgico, escribiría años después: «Me ponía enfermo el modo en que subvertían mis letras y extrapolaban su significado a conflictos interesados, así como el hecho de que me hubieran proclamado el Gran Buda de la Revuelta, el Sumo Sacerdote de la Protesta, Zar de la Disidencia, Duque de la Desobediencia, Líder de los Gorrones, Káiser de la Apostasía, Arzobispo de la Anarquía, el Pez Gordo. ¿De qué demonios hablaban?». Los mismos clérigos que lo querían pegando tiros por las selvas bolivianas, guitarra en mano, le afean cincuenta años después que acepte cheques por vender coches y ordenadores. ¿Lo peor? Que estos memos escriben en periódicos y combinan catequesis política y suspenso en historia del rock. Normal que les salgan unas piezas vergonzantes, incapaces de quitarse el anorak retórico, la bufanda ideológica. Allá ellos. Les está vedado descubrir que Dylan cubre todo el espectro poético, del rojo al azul y al blanco, y que hay un Bob lisérgico y otro campestre y otro surreal y otro vengativo y otro rotundo y ocre como el gruñido de una campana y otro inflamable como chupito de queroseno. Incluso existe un Bob Dylan quemado, igual que las suelas de sus botas, pero nunca, jamás, existió el grafitero de eslóganes. Cuando vuelva a España leeremos otra vez los gastados artículos de bienvenida, que si los años sesenta que si blablablá. Como si pudieran reclutarlo para sus mítines. No entienden que Bob, desde que en 1963 abrió para Martin Luther King, sólo se telonea a sí mismo.