Enrique López
Buen pie
Cuando inicia un año nuevo nos planteamos nuevos objetivos y metas, algo que no sólo es predicable de las personas, sino también de los países. Para ello se ha inventado la expresión «comenzar con buen pie», esto es iniciar la nueva andadura de una forma adecuada y con más fortuna o suerte. En lo económico, no cabe duda de que como país hemos comenzado con buen pie: el desempleo baja, la prima de riesgo se relaja, la Bolsa sube, agencias internacionales nos sitúan como un país en el que es rentable invertir... parece que a pesar de lo malo de la situación, se atisba la luz al final de túnel, y no es, como creen los pesimistas, la luz de otro tren. En cualquier caso, y al margen de los análisis económicos serios, que los hay, lo que debemos tener claro es que crisis económicas ha habido, hay y habrá, y, a pesar de la gravedad de la actual, saldremos, y saldremos reforzados. Dicen los expertos que ciertas medidas económicas, sobre todo cuando suponen fuertes recortes y racionalización del gasto, son como los tratamientos de quimioterapia contra el cáncer: si se hace un análisis de sus efectos a corto plazo, siempre suponen un empeoramiento de la salud, pero a a la larga suelen acabar con los tumores y devuelven la salud al enfermo; el tiempo las juzgará. Pero el problema surge cuando a procesos de graves crisis económicas se les unen intentos de desestabilización política y social. Esta mezcla puede ser explosiva, y en algunas ocasiones germen de cruentas revoluciones. En España nunca se ha hablado más de la Constitución como en los últimos tiempos, algunos proponen sencillamente su arrumbamiento para permitir desarrollos independentistas, otros piden una adaptación a una presunta nueva realidad social, y otros, los más, y donde yo me apunto para defender su vigencia, tanto por su espíritu, como por su gran incidencia en el desarrollo social, económico y político que se ha producido en España en los últimos treinta y cinco años. En estos momentos se está anunciando de una manera expresa un desbordamiento de la Constitución, consistente en el inicio de un proceso indepedentista en Cataluña; no hace falta un análisis jurídico excesivamente sesudo para advertir que cualquier proceso de este tipo se enfrenta formalmente a nuestra Constitución, la cual define, desarrolla y articula un estado basado en la indisolubilidad de la nación española. Hace pocos días, y en esta misma Tribuna, expresaba que somos muchos los españoles los que nos seguimos sintiendo a gusto con esta Constitución, norma anclada en un principio básico como es que la soberanía popular reside en el pueblo español y que se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, a la vez que se reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran, amén de la solidaridad entre todas ellas. También decía que el problema de nuestra Constitución no es un problema de obsolescencia, es sencillamente un problema de desafección y deslealtad constitucional, ante las cuales hay que oponer la afección generalizada a su espíritu, valores, principios y articulado. A pesar de pecar de reiterativo, me gustaría recordar que el título octavo interpretado con coherencia con el preliminar determina el principio de unidad de España y del pueblo español, junto al principio de autonomía. Sé que esto es perfectamente conocido por quienes proponen un proceso de segregación de España y que precisamente por ello, piden un proceso que suponga la superación el texto constitucional, y para ello ya no se habla del derecho a la autodeterminación, sino del derecho a decidir. De esta manera parecería que esta proposición permite a aquellos que siguen defendiendo, por lo menos en principio, la unidad de España sumarse a un previo. Este previo es determinar que este derecho existe y como tal se puede ejercer, al margen de que se defienda la unidad de España. No voy a hacer análisis jurídico alguno sobre esta cuestión, y no porque no me atreva, sino por inútil; segmentar la soberanía popular, residente en el pueblo español, es una propuesta difícil de concebir con el actual marco constitucional. En una lógica evolución constitucional, esto requeriría una profunda reforma del título preliminar de nuestra Carta Magna, y ello supone entrar en un debate político, obviamente posible, pero que requeriría un mínimo de lealtad a la Constitución, y ello por parte de aquellos que siguen defendiendo una concepción similar de España. Es imposible soplar y sorber a la vez, y esto es una realidad que se impone siempre. En cualquier debate político, ante cualquier proposición, se deben hacer propuestas que dejen un mínimo de margen a aquel contra el que se pretende crear el conflicto, porque si no hay ese margen no hay solución; pero siempre quedará la fuerza de la razón legal.
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