Ángela Vallvey
Buenos
Las célebres palabras de Jesús mientras agonizaba en la cruz: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». La crucifixión era un método sistematizado de suplicio y ejecución en la época. Aquella condena no tenía nada de excepcional: muchos morían de la misma manera. Crucificar era un método habitual de impartir justicia. Jesús, el profeta, moría así lenta, dolorosa y públicamente, como lo hacían los ladrones, asesinos, conspiradores... Él tenía motivos para maldecir a sus verdugos, como lo habrían hecho David y Eliseo, sin embargo su respuesta fue bondadosa. No pensó en escarmentar a quienes, rebosantes de odio, lo estaban matando. Los perdonó incluso al borde de la muerte. El cristianismo acabó con la Ley del Talión, con la justicia retributiva y proporcional que adjudica a cada crimen una pena equivalente como castigo.
Esa piedad que proclama el perdón sobre la venganza y la cólera, la superioridad moral del bien sobre el mal, la condescendencia del bondadoso sobre el indigno, impregna los cimientos cristianos de Occidente. La actitud de poner la otra mejilla es algo consustancial a la raíz cristiana de Europa.
Pasado el tiempo, hemos saltado de la bondad al buenismo, a veces en aras de lo socialmente correcto. La principal discrepancia entre bondad y buenismo es que la primera se fundamenta en la clemencia, identifica al mal, pero se diferencia de él. Mientras que el buenismo es producto del miedo: no se contenta con absolver, con hacer el regalo del perdón, aspira a comprender el mal hasta que casi parece asimilarlo, justificarlo. Llegar a ese extremo trágico solo puede obedecer a un impulso de miedo, de reconocimiento de la propia impotencia. Pánico y debilidad. ¿Qué, sino el miedo, puede inducir a un ser humano corriente a comprender tan intensamente un crimen que parezca que se ha puesto del lado del criminal? ¿No será el temor a convertirse en víctima del mal lo que le hace a veces disculpar hasta lo absurdo conductas y acciones objetivamente malvadas...?
Examinando la historia, sorprende ver cómo los depravados siempre consiguen adeptos y seguidores. En gran número. Una se pregunta: ¿tan ofuscados estaban sus contemporáneos que no sabían distinguir el bien del mal (algo que es capaz de hacer de manera intuitiva un niño pequeño)...? La respuesta, posiblemente, es que no estaban cegados, ni hipnotizados, pero tenían mucho miedo y quizás pensaron que poniéndose del lado de los malos aumentarían sus posibilidades de sobrevivir. (Pobres ingenuos).
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