Sabino Méndez

Buscando vigías ciegos

La Razón
La RazónLa Razón

Cuando a Lluís Llach (Gerona, 1948) el franquismo le quiso tapar la boca en los 70, prácticamente todos los catalanes nos unimos para impedirlo. Hacía canciones pequeñas, redondas, sin pretensiones; con aquel rasgo del arte más alto que es atender a su alrededor. Se le veía vulnerable, heroico, con seriedad de propósito artístico y emoción contenida. Estudiando sus pequeñas joyas pop de intención política se podía aprender mucho sobre ese arte volandero llamado música popular.

Por eso, ha sido triste oírle decir ahora, a raíz de las próximas autonómicas, que esperaba que el resultado del 27-S sirviera para tapar muchas bocas. Hombre, no. Que precisamente quien sufrió la injusticia de esa práctica se la desee a otros es algo triste, sea con decretos gubernativos o con votos hostiles. Yo creo que los catalanes lo que vamos a necesitar a partir del mes que viene es todo lo contrario; no tapar ninguna boca, sino escucharlas todas. Y son muchas y encontradas porque, como habrán comprobado por los debates televisivos, sea cual sea el resultado, ni los independentistas ni los unionistas desaparecerán al día siguiente.

Todos esperábamos un guardián de la democracia, como Boadella, como Serrat. Cada uno desde su posición ideológica, pero todos fuertemente comprometidos con la libertad. Pero no se me ocurriría reprocharle nada a Llach. Sé cuán vulnerable es el artista y, al fin y al cabo, nosotros los catalanes le hemos convertido en lo que es. Lo revestimos de un aura de héroe popular sin contemplar que su gran talento era como genial compositor de canciones. No podemos culparle porque nos creyera e hiciera de vez en cuando gestos histriónicos. Con los privilegios de TV3 a su servicio y todo el nacionalismo detrás, lo aupamos a figura cultural y pronto se perdió por el gusto de la respetabilidad y las grandes suites. Intentó discos conceptuales sin llegar al nivel de Genesis o King Crimson. Intentó el giro de los sintetizadores con temáticas panteístas (astros, geografías), pero Jean Michel Jarre había ocupado ya ese nicho internacional. Probó más tarde la temática introspectiva y nostálgica del pasado íntimo, pero Nino Rota lo había hecho antes y mejor. Toda esa inquietud artística, sin embargo, habla a su favor. Sólo le ha faltado la dance-music tipo Fangoria. A pesar de lo cual ha evitado la decadencia, conservando su instinto para la pequeña joya. Un artista muy valioso, pero hipertrofiado por el entorno político. No hay país pequeño. Lo que hay que tener es la mano izquierda para el ritmo de Paolo Conte (quien, por cierto, aún joven y curioso, también anduvo por aquí en la Transición) y ése es el camino para acabar tocando en el Blue Note.