Alfonso Merlos
Cacerías, no
No, señores, no. La cuestión medular de la corrupción trasciende el hecho de que a un dirigente político le provoque rabia, o le genere tristeza, o le mueva a la necesidad de pedir perdón. No es así. No es suficiente. Vale de poco o nada. No porque el dirigente en cuestión sea duro o blando. ¡Qué va! Este planteamiento se queda corto porque no establece meridianamente la raya que separa la justicia de la injusticia, el servicio al interés general del robo. Y así no se llega muy lejos.
Es terrorífico que se meta en el mismo saco a los políticos que presuntamente se han llevado el dinero al otro lado de los Alpes y a aquellos otros que, desde la ingenuidad o la falta de diligencia y proactividad, han firmado un pequeñísimo contrato sin cobrar un céntimo en comisiones. Esto no puede ser. Y si es, estamos perdidos.
Todo aquel que se haya metido un euro del contribuyente en el bolsillo debe ser conducido hasta prisión, o pagar una multa considerable, o ser inhabilitado, o hacer lo que las leyes establezcan y estipulen... ¡eso! ¡Nada más pero nada menos! No podemos caer en la trampa de la demagogia ni pensar que el deporte nacional, de moda y por excelencia, debe ser el linchamiento al político. ¡¿A qué estamos jugando?! ¿Qué queremos hacer con España?
PP y PSOE, y por orden de importancia en las adhesiones ciudadanas las demás formaciones, han de procurar que los buitres sean fulminados. Uno a uno. Sin listas negras. Sin cacerías. Atendiendo a las normas y procedimientos y mecanismos tasados por nuestro Estado de derecho. O hacemos esto, o nos echamos en brazos de los de la coleta. ¿Tan inconscientes somos?
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