Cristina López Schlichting

¿Calor?

La Razón
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De niña contemplaba con asombro cómo mi padre, en los tórridos veranos madrileños, después de luengas horas de espejismos de aire tembloroso sobre el asfalto, se duchaba de madrugada y se acostaba sobre las losetas del balcón, para ver si conseguía dormir. Yo de niña no tenía calor. Y es que esto de la percepción de las temperaturas objetivas tiene mucho de subjetivo. Es verdad que el cambio climático hace arreciar la canícula, pero no dejo de preguntarme qué pensarían de nuestras quejas –ahora que disfrutamos de aire acondicionado– los abuelos que pasaban el verano armados con botijo, camiseta, abanico y gorro de papel. Aún recuerdo al «hombre del hielo», que llegaba con un camión a Cuatro Caminos y traía la barra para la fresquera. El hielo se picaba con punzones. Mi hermana Patri y yo jugábamos en el jardín, en braguitas de ganchillo, y los mayores nos «pasaban la manga de regar» para refrescarnos. Subía entonces el olor a humedad del suelo de tierra, que suspiraba como extenuado, y recuerdo un alivio grande.

Hay sitios mucho más calurosos. Me cuenta mi amigo Pakdamán que en Irán han tenido 54 grados en algunas poblaciones. El sistema eléctrico se ha venido abajo por la sobrecarga de los aires acondicionados y las familias han tenido que dejar las casas y meterse en los coches para poder poner la ventilación. A pesar de ello, estoy segura de que las mujeres no se han quitado el chador. Cuando recorríamos Teherán en verano se enfadaba por mis quejas: «¡Mis hermanas y mi madre están encantadas!» me decía el canelo, que hasta me obligó a ponerme medias en julio, porque consideraba impúdicos mis empeines.

En «Findesemana en Cope» hemos entrevistado a un cocinero español en Dubai que contaba que la gente se desmaya por las calles, en el mero trayecto entre el coche y la oficina. Allí los 50 grados en el cenit del día son preceptivos. Desde Las Vegas, en el desierto de Nevada, un chaval de Canarias explicaba que los taxistas tienen un problema con los soportes del GPS, esos aros de plástico, porque se les derriten por el calor del cristal y el salpicadero. «Wellcome to the hell» (Bienvenidos al infierno) se saludan los de Las Vegas. Y luego habló el interlocutor de la India, que confesaba que iba armado con botellas de agua a todas partes mientras que los naturales de la zona, ni se inmutaban. Hay muchas adaptaciones locales al calor. Techos de cuatro metros de altura en las viviendas de Abu Dabi, vanos minúsculos en Almería o Castilla, terrados lisos que se pueden baldear al anochecer y maravillosos gazpachos y tes que recorren el cuerpo proporcionando alivio. A medida que aumentan las temperaturas tendremos que aprender, al menos en la calle, usos de otros países calurosos. Por ejemplo, que una camisa de manga larga de lino o algodón blanco protege más del sol que la manga corta. O que el sombrero es imprescindible y la siesta un deber.