Carlos Rodríguez Braun
Cataluña: de la sorpresa al diálogo
Los políticos independentistas catalanes parecían sorprendidos el miércoles. Escandalizados, se golpeaban el pecho alegando que lo que estaba sucediendo no tenía precedentes, como si la cosa no fuera con ellos. Decía John Stuart Mill que somos dueños de nuestros actos, pero no de sus consecuencias. Lo que pasa ahora tiene que ver con lo que pasó antes, y nadie debería sorprenderse.
«El Periódico» editorializó en esa dirección: de sorpresa, nada, aseguró, porque esto era previsible «desde que el Parlament, en una sesión plenaria de infausto recuerdo, emprendió el rumbo definitivo de colisión al aprobar las leyes de desconexión, aberración jurídica que en la práctica abolía la Carta Magna y el Estatut en territorio catalán». En realidad, era previsible desde mucho antes, pero no vamos ahora a rastrear las responsabilidades de nuestros gobernantes a la hora de ceder ante el nacionalismo.
Tras la sorpresa, el desconcierto, como la matraca nacionalista que idolatra el voto como si equivaliese a una patente de corso: «pretenden impedir que el pueblo catalán hable», dicen los que quieren acallar a más de la mitad de los catalanes. Y Pablo Iglesias, patinando en pos del ridículo, habló de «presos políticos» y pidió «una asamblea extraordinaria». Bien, dejémoslo. Pero, ahora ¿qué?
Escribió en «La Vanguardia» Josep Antoni Duran Lleida: «estamos donde ellos querían, arrojados a los brazos de la causa revolucionaria liderada por los extremistas de la CUP». Efectivamente, y, por lo tanto, es previsible que, como escribió David del Cura en LA RAZÓN, se extiendan las algaradas: «queda la calle», el viejo truco fascista/comunista de que, si no estás en la calle, no existes, y que lo que está en la calle es «la mayoría del pueblo».
Esta estrategia va a continuar. Andrés Betancor, catedrático de la Universidad Pompeu Fabra, predijo en «Expansión» que será «limitada en el tiempo, desfalleciente en intensidad, pero creciente en violencia». Confía el profesor en que se impondrá la normalidad más pronto que tarde: «Sólo van a quedar los antisistema, los que no tienen nada que perder. Se considerarán legitimados por las llamadas a la resistencia. Puigdemont pretende ser el Allende del siglo XXI, con su rifle, asomado a la puerta del Palacio de la Moneda, llamando a la sublevación, pero falta algo... no hay un Ejército que bombardee el palacio. Hay unos jueces que pretenden que se respete la legalidad».
Y después del 1-O, ¿qué? El ministro Méndez de Vigo le decía a Carlos Alsina ayer en «Más de Uno» en Onda Cero que a partir del día 2 de octubre «hablaremos», porque hay que «buscar soluciones».
Ahora bien, puede que el diálogo se reduzca a que los políticos restañen sus heridas. Ya se empieza a hablar de indultos, por ejemplo. Pero el diálogo con el nacionalismo ha sido permanente en nuestra democracia. El verdadero cambio sería el diálogo con la sociedad civil, con el pueblo de Cataluña que no toma las calles, que es moderado y sensato, y que contempla apesadumbrado lo que han hecho los políticos con su tierra.
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