José Luis Alvite

Chicharras

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Recorre España una mezcla de indignación e indolencia, la confusa sensación de que las noticias que nos soliviantan se solapan con aquellas otras que nos aplacan, como cuando en medio de un incendio alguien corre la voz de que está a punto de llover sobre el fuego. Hay incubada en el fracaso una cierta desgana que nos acomoda a él, ese desaliento de quienes en el momento que deciden luchar se dan cuenta de que los réditos de la victoria no compensarán el esfuerzo de la batalla. Absorbemos las malas noticias casi sin pestañear. En los periódicos ya no cabe mas actualidad y las mujeres indefensas caen asesinadas en medio de un rutinario ceremonial informativo que ya no nos conmueve como cuando algo así era la excepción en la pereza abacial de aquella otra España lenta y artesanal en la que no había una sola madre que no regresase a casa a tiempo de servir la cena, ni la gente vivía tan sola que de la muerte de un anciano tuviesen que enterarse los vecinos por la cantidad de insectos que infestan hasta el portal las escaleras. Todo se ha subvertido de tal manera que muchas mujeres huyen de sus casas porque creen que la calle es ahora más segura que el hogar, igual que muchos parias delinquen porque tienen la certeza de que donde menos peligro corre la libertad de un hombre es en prisión. Pero llega el verano y estalla en medio de la apatía, como una chicharra, la castañuela del ocio, mientras en los telediarios se sucede sin expectación la tamborrada de los criminales mafiosos reajustando a tiros el álgebra de sus negocios y el país se descompone poco a poco en medio de una mórbida modorra general, en la que uno tiene la sensación de que la vida se ha convertido en algo desalentador y confuso, en una empresa sin liquidez cuyo mercado sólo pudiese crecer hacia el cementerio.