Vacaciones

Coney Island

La Razón
La RazónLa Razón

El domingo, víspera del Memorial Day, el día de los caídos en combate, fuimos a Coney Island, la playa y parque de atracciones de Nueva York desde mediados del XIX. Vestidos de negro severo, imprescindible para abrasarte en los graderíos del acuario municipal, soportamos un sol y un viento dignos del «Essex», el ballenero de 30 metros hundido por un cachalote para que Herman Melville escribiera «Moby Dick». La niebla, que reptaba desde el Atlántico, disimulaba los feos edificios de protección oficial más allá del paseo marítimo. A Max, que tiene diez meses, le importaban un bledo las acrobacias de los leones marinos; dedicó el espectáculo a roer el cordón de su gorro y a especular con la idea de robarle el móvil al señor sentado detrás. Al igual que todos los padres primerizos, descubrimos tarde que el 99% de los espectáculos para niños son suplicios concebidos para martirizar a los críos. Volvimos al paseo, entre la muchedumbre, con la idea de comer un perrito caliente en Nathan’s, que cumplió 100 años este sábado. Cuando abrió, en 1916, los «hot dogs» costaban cinco céntimos y América todavía creía en el destino manifiesto de una nación concebida para deleite de un Dios laborioso, aventurero. Los caballitos, los autos de choque, la noria y la montaña rusa giraban como derviches multicolores en un ecosistema que olía a aceite de coco, nubes de algodón, ostras fritas y puros baratos. De Asbury Park, en la vecina Nueva Jersey, donde Bruce Springsteen aprendió el oficio de juglar, a Atlantic City y Coney Island, la Costa Este vio proliferar los «boardwalks» o paseos marítimos. «Desde el parque se escuchan/ los alegres sonidos del carrusel./ Casi puedes saborear los perritos calientes/ y las patatas fritas que venden./ Bajo el paseo marítimo, junto al mar, / sobre una toalla con mi chica, ahí estaré», cantaban en 1964 los Drifters en su celebración del boardwalk. Un clásico que existe de milagro: su vocalista principal, Rudy Lewis, falleció de una sobredosis de heroína la noche previa a entrar en el estudio. En otra toma, censurada, el grupo hablaba de «hacer el amor» frente a las olas. El propio Springsteen, en «Sandy» (4th of july), le prometía a su chica que la vida sería un carnaval en sesión continua, mientras «los chicos del casino bailan como ‘‘latin lovers’’ con las camisas abiertas en la playa». Aunque los mapas de Nueva York que acompañan a las guías de viajes sólo hablen de Manhattan (y ni siquiera, pues mutilan medio Harlem y todo Washington Heights), el turista haría bien en abandonar la aburrida caligrafía de las rutas más evidentes y visitar la línea 8, en Queens, el Little Italy del Bronx o, sí, Coney Island. Bastión de los Ciclones, el modesto equipo de béisbol que sirve como cantera a los Mets, efímera como un beso de palomitas, conserva el encanto «freak» de sus espectáculos chuscos. Un sábado del mes de junio organiza un desfile de sirenas, presidido en sucesivas ediciones por Lou Reed, Harvey Keitel, Abel Ferrara o David Byrne. No existe mejor forma de celebrar una Nueva York que, a pesar del Soho, las boutiques y los infectos yogurts helados, resiste panza arriba.