César Vidal

Cuando el káiser desató la guerra

El estallido de la Iª G M desencadenó un conjunto de fuerzas que marcarían de manera acentuadamente cruenta el S.XX y que persisten hasta hoy. A ella se debieron el primer Estado totalitario de la historia en Rusia; los fascismos acaudillados por veteranos de guerra como Mussolini o Hitler; las semillas para una nueva guerra mundial aún peor y, sobre todo, el colapso de las estructuras de poder que, con todos sus defectos, evitaron una serie de conflictos que Europa ha sufrido y sufre en lugares como los Balcanes o Ucrania. Sin embargo, la catástrofe fue evitable. Objetivamente hablando, no existía razón alguna para que imperios como el otomano, el ruso, el alemán o el austro-húngaro se enzarzaran en una matanza terrible de más de cuatro años.

Se llegó a esa situación por dos razones: el engreimiento del káiser y los enrevesados sistemas de alianzas en Europa. En contra de lo que señalarían los vencedores, Alemania no fue la culpable del estallido, pero la estupidez de su emperador contribuyó no poco a preparar el escenario. Desde el S.XIX, la diplomacia alemana articulada por el canciller Otto von Bismarck había seguido una regla de oro, la de mantener la amistad con Rusia y evitar una guerra en dos frentes. Los resultados fueron óptimos: Alemania se reunificó y recuperó regiones como Alsacia y Lorena arrebatadas por Francia en 1648, pero también lo fueron para el continente, ya que evitó grandes catástrofes como las guerras napoleónicas. El orgullo francés quedó herido, pero, como ha solido suceder históricamente, esa circunstancia benefició a Europa. Sin embargo, el káiser Guillermo II, un sujeto acomplejado por tener un brazo más corto que otro, rechazó conscientemente la alianza con Rusia y, como ha sucedido siempre en términos históricos, lo pagó muy caro. Así, Alemania se vio rodeada de enemigos y sometida a la incertidumbre de un segundo frente. Por añadidura, se vinculó, en lugar de a la sólida Rusia, a un imperio austriaco que ya se había convertido en austro-húngaro cediendo a los nacionalistas húngaros y preparando su propia autodestrucción y a una Italia, insegura, como casi siempre, en su papel de aliado. Francia consiguió la alianza con Rusia a la que se vinculó Reino Unido no del todo convencido. El desencadenante fue, como tantas veces, el pequeño nacionalismo. El 28 de junio de 1914, Gavrilo Princip, un nacionalista serbio, dio muerte en un atentado terrorista al archiduque Francisco Fernando de Austria y a su esposa Sofía en Sarajevo. Princip ansiaba ampliar las fronteras de su tierra y, en este caso, que Serbia absorbiera a Bosnia. Si Austria-Hungría hubiera represaliado a Serbia con rapidez, no hubiera sucedido nada, pero se retrasó morosamente, entre otras razones, por temor a molestar a los nacionalismos pequeños que habitaban en el seno de su imperio. Cuando, finalmente, exigió el 7 de julio a Serbia que investigara los hechos y que autorizara la participación de policías austriacos en la tarea, el país balcánico había solicitado la protección de Rusia y ésta, guiada por razones históricas, raciales y religiosas, había aceptado concedérsela. Serbia, pues, rechazó las pretensiones austro-húngaras. Austria-Hungría siguió pecando de lentitud y el ambiente se fue caldeando en una insoportable espera. El 28 de julio, declaró la guerra a Serbia. El asunto era local y, precisamente por ello, los ministros del zar Nicolás II le aconsejaron que no interviniera ni agravara la situación. Nicolás II –hombre poco agudo aunque de convicciones– respondió ordenando la movilización general lo que, en la práctica, equivalía a decir a Austria-Hungría que millones de soldados rusos se lanzarían sobre ella si atacaba a Serbia. La tensión ya resultaba excesiva. El 1 de agosto, en demostración de que honraba a sus alianzas, Alemania le declaró la guerra a Rusia. Francia se apresuró a situar tropas en las fronteras con Alemania en lo que costaba no ver como el preludio a la enésima invasión francesa del territorio germánico. La respuesta de Alemania fue declararle la guerra el 3 de agosto. El sistema de alianzas ya había desencadenado la guerra mundial, pero seguiría actuando como un imán que atraería fatalmente a otras naciones. Cuando Alemania violó la neutralidad de Bélgica para atacar a Francia, Reino Unido no tuvo otro remedio que intervenir. El imperio otomano y Bulgaria se sumaron a Alemania en la convicción de que Francia y Gran Bretaña, y Rusia, por otro, las atacarían, como hicieron, para satisfacer ambiciones territoriales. La misma Italia acabó sumándose al conflicto en contra de sus antiguos aliados mientras Japón aprovechaba la ocasión en Oriente para ensanchar su imperio. Pero todo, incluidos los 9 millones de muertos y las consecuencias posteriores, podía haberse evitado si Alemania hubiera sabido respetar su alianza con Rusia y si Europa no hubiera estado plagada de alianzas militares. Es una lección que debe recordarse a cien años de distancia.