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¿Cuánto vale la vida?

La Razón
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Hace 20 años, en Reino Unido, la Autoridad Sanitaria de Cambridge negó el último tratamiento médico a una niña de diez años enferma de leucemia. El argumento era el elevado coste económico, de 75.000 libras, para unas probabilidades de éxito de poco más del 10%. La decisión impactó y una suscripción popular reunió la cantidad necesaria para que la niña fuese tratada en Estados Unidos. El debate ético acerca de cuánto vale la vida de un ser humano suele avivarse cuando se producen circunstancias que conmocionan la opinión pública, para relegarse después a un segundo nivel de la esfera política. Esta semana celebramos el Día Mundial contra la Hepatitis. Está reciente la movilización que llevaron a cabo los pacientes de hepatitis C exigiendo el acceso a un nuevo medicamento que consigue curar aquello que era incurable hasta la fecha.

En España se calcula que casi la mitad del millón de infectados por el virus de la hepatitis C no están diagnosticados y desconocen su enfermedad. Los efectos del virus llegan a ser letales después de un proceso de deterioro del hígado para el que es necesario trasplante en los casos más avanzados. Cirrosis y cáncer de hígado son las consecuencias más comunes de la enfermedad. El medicamento comenzó teniendo un coste de entre 25.000 y 50.000 euros por paciente, dependiendo de la necesidad de prolongación del tratamiento. Esto provocó que muchos tratamientos fueran denegados por un criterio económico y no clínico. Finalmente, como consecuencia de la presión social, el Gobierno se vio obligado a poner en marcha un plan de financiación de 727 millones de euros de los nuevos fármacos de acuerdo con las comunidades autónomas para poder atender a los casi 60.000 casos más urgentes. Sin embargo, el plan llegó demasiado tarde para muchos pacientes que podrían haber conservado su vida si a alguien no le hubiera parecido demasiado costoso el tratamiento. A alguno de ellos les he conocido, como a Félix y a su esposa, dos octogenarios que no dudaron en encerrarse en el hospital 12 de Octubre exigiendo la medicación para su hijo gravemente enfermo y que, una vez lo consiguió, siguieron el encierro en solidaridad con el resto de afectados. La circunstancia era tan injusta que si un paciente disponía de la cantidad necesaria para costearse por su cuenta el medicamento garantizaba su sanación; sin embargo, el problema lo tenía quien no tenía esa posibilidad, es decir, la mayoría. En aquellos meses que duró el conflicto escuché a muchos detractores de suministrar el medicamento, incluso a algún profesional, de buena fe, defender la limitación del tratamiento a casos muy extremos, argumentando que emplear excesivos recursos en esta enfermedad tenía un importante coste de oportunidad en el tratamiento de otras enfermedades.

Las decisiones sobre priorización cuando hay recursos limitados, y por tanto racionamiento, son complejas, pero un criterio economicista o si las decisiones médicas se inspiran exclusivamente en el utilitarismo, se pueden producir situaciones tremendamente injustas, porque la elección no era entre tratar el cáncer o la hepatitis C. La elección estaba entre financiar la deuda de la Comunidad de Madrid con fondos del Estado y ahorrar unos cientos de millones de euros que iban a la cuenta de resultados de algunas entidades bancarias y tratar la hepatitis C. La bioética está inserta en el corazón de muchas decisiones médicas como quién es prioritario en un trasplante de corazón, qué servicios deben ser financiados con dinero público y cuáles no, qué campos son prioritarios en la investigación científica, cuándo es conveniente la medicalización o el uso de nuevas tecnologías y cuándo es, sencillamente, un encarecimiento del tratamiento que no aporta efectividad. Pero estas decisiones no responden a una ecuación, ni hay un sanedrín de sabios que toman la mejor decisión en nombre de todos. Nadie debería atreverse a poner precio a la vida ni abusar de instrumentos semimatemáticos como los años de vida ajustados por calidad (AVAC). Un AVAC es el producto aritmético de la esperanza de vida combinado con una medida de la calidad de vida en los años restantes y se usa para decidir si «vale la pena» económicamente aplicar un tratamiento.

Gestionar el racionamiento es muy difícil. En 1841 naufragó un barco entre Liverpool y Filadelfia, no cabían todos en el bote salvavidas, y decidieron usar el criterio de que solo subiesen matrimonios y no quedase ninguna mujer fuera del mismo. Finalmente fueron rescatados los afortunados, pero uno de ellos que había mentido para poder subir, fue sometido a juicio y condenado por homicidio.

Debemos ser conscientes de que no podemos dar respuesta a todos los problemas morales que plantea la ciencia médica y el avance en la investigación y la tecnología, pero estamos al borde de caer en una nueva desigualdad social, en este caso basada en diferencias genéticas.

Cuando Mario, el presidente de la asociación de afectados de hepatitis C, me envió el día 20 de abril a las 4:26 de la mañana un WhatsApp en el que me decía que ya tenía el medicamento y adjuntaba una fotografía con él en sus manos, ese día me di cuenta que la política merece la pena a pesar de todo.