Alfredo Semprún

De cómo los escoceses trocaron su libertad por un puñado de libras

En 1707 Escocia se unía a Inglaterra, formando el Reino Unido de la Gran Bretaña. No lo hicieron por gusto. Daniel Defoe, en su otra profesión de espía, escribió: «La chusma escocesa es la peor de su clase; por cada uno a favor de la unión, hay 99 en contra». En realidad, se trataba de una cuestión de dinero. En 1698, los orgullosos caledonios se habían embarcado en una aventura desastrosa para hacerse con un imperio ultramarino a costa de la decrépita España. Les arrastró un viejo aventurero de Jamaica, Guillermo Paterson, enriquecido como primer director del Banco de Inglaterra, y en el «negocio maravilloso» participaron todos los grandes nobles escoceses, los comerciantes, la iglesia episcopaliana y algunos campesinos ricos. El objetivo parecía sencillo: ocupar el istmo de Panamá, por el que circulaba la plata del Perú y confluían algunas rutas asiáticas, y a pocas jornadas de navegación de las colonias inglesas de Norteamérica. Se daba por descontado que España, acosada por todos y con su Monarquía en manos de un rey incapaz, no podría oponer resistencia. Por toda Escocia corrieron los relatos de la destrucción de Cartagena de Indias a manos del barón de Pointis y de sus piratas mercenarios.

Hojas volanderas que describían el inmenso botín, pero que ocultaban la sangre derramada de miles de indefensos civiles a manos de la soldadesca francesa. La primera expedición partió de Leith el 17 de julio de 1698. Tres galeones y dos transportes que llevaron a más de 1.200 voluntarios hasta el puerto de Rancho Viejo, donde se apresuraron a construir fuertes y dotarlos de artillería. Por la zona pululaban indios bravos, negros cimarrones y los supervivientes de las pandilla de filibusteros que los españoles habían aniquilado un par de años atrás que se unieron con entusiasmo a la Caledonia tropical. El primer correo, vía Jamaica, con las nuevas de la ocupación, desató la euforia en Glasgow. Se fletaron dos expediciones más «sin reparar en gastos». Pero cuando llegaron a Panamá, sólo hallaron desolación y muerte. Las fiebres, el hambre y las guerrillas españolas habían dado buena cuenta de los expedicionarios, ante la pasividad del gobernador inglés de Jamaica que seguía órdenes claras de Londres de no prestar «ni un gramo de harina» a los escoceses. Con los nuevos llegados, Paterson intentó reorganizar la colonia.

Mientras, España se movía, al fin, y el 7 de marzo de 1700, desde Cartagena, la flota de don Juan Díaz Pimienta los aplastó. Los supervivientes tuvieron suerte y fueron remitidos a Jamaica; desde la Península había partido otra flota, la de don Pedro Fernández de Navarrete, con instrucciones estrictas de colgarlos a todos como a los piratas. La aventura había arruinado a la nación escocesa. Casi un 25 por ciento del dinero circulante en el Reino había sido sepultado en el Caribe. Pero Inglaterra pagó las deudas, sobornó a un puñado de parlamentarios escoceses y, sobre todo, abrió su incipiente imperio a los vecinos del norte. Cambiaron la soberanía por un trozo del mercado mundial. Tres siglos después, el nuevo Panamá son las plataformas petrolíferas del mar del Norte. Los independentistas de hoy se las prometen muy felices, sin temor a que la odiada España les despierte bruscamente del sueño, pero ¿quién sabe lo que aguarda el futuro?