Restringido

De guerras y libertades

Ángel Tafala

Los últimos atentados islamistas en París nos provocan ciertas reflexiones sobre la libertad de expresión en nuestras actuales sociedades democráticas. Las sátiras gozan de cierta buena reputación. Aceptamos –nosotros los occidentales– que generalmente ayudan a corregir los inevitables excesos del poder político o económico. Que sirven para progresar. En cambio las denominadas incitaciones al odio son condenadas sin ambages. Pero surge aquí un problema: que un mismo artículo o caricatura puede ser considerado una cosa o la otra dependiendo de quien la formula o recibe. Siempre la llamará sátira o crítica aquel que la origine; posiblemente esté tentado de denominarla como incitación al odio el blanco de la misma cuando, o bien no la soporta, o la considera injusta.

Así que el vidrioso asunto de cómo la llamemos no nos va a servir para explorar sus límites, caso de que sea conveniente imponerlos. Bauticémosla pues provisionalmente como satodio (sat de sátira y odio por lo de la incitación) para no prejuzgar el resultado del presente análisis.

Idealmente –si viviésemos en una democracia perfecta en donde existiese igualdad de oportunidades para expresarse– a la mentira o calumnia escrita debería combatírsela exclusivamente con una libre refutación. El satodio ha traído el cambio de la sociedad –normalmente su progreso, a veces desgraciadamente también el conflicto– y con él, generalmente, la mejora en la forma de convivir. Pero lo que no puede negarse es que el satodio, históricamente, ha sido manipulado por unos y por otros y ha sido –y actualmente también lo es– limitado y perseguido por el poder político, religioso y económico de la época. Por lo tanto podríamos afirmar que lo que es límites, siempre los ha habido, pues hay asuntos que el legislador no se atreve a que sean tocados. En nuestras sociedades actuales también. Por poner sólo dos ejemplos, el negar el Holocausto en Alemania o Francia después de la 2ª Guerra Mundial; o la pedofilia en muchas otras naciones, están fuera de límites. Hay otros ejemplos, incluso de límites autoimpuestos y no exclusivamente legales, pero prefiero dejarlo así, para no agitar más las aguas que bajan turbulentas.

Cambiando de tercio creo que deberíamos admitir que estamos en guerra contra el islamismo radical. Si alguien lo discute, espero que como mínimo acepte que ellos si se consideran en guerra con nosotros, el Occidente de tradición cristiana/ laica. Y las guerras –como los tangos– son cosa de dos, que atacan y defienden indistintamente. Pero es que además algunas naciones amigas los están bombardeando en Irak y Siria y otras entrenando a los que van a enfrentarse con ellos en el terreno. Los yihadistas, naturalmente, contraatacan donde pueden: en Oriente Medio, ayer en Paris o mañana en Bruselas.

Soy de los que creen que los yihadistas no representan la totalidad del Islam aunque sí pretenden imponer su delirante visión a la mayoría de los musulmanes. Parto de la base que esa mayoría aún puede ser convencida para adoptar una versión más tolerante y misericordiosa de su religión que la que preconizan –cuchillo en mano– los yihadistas del Daesh o Al Qaeda. Y lo creo no por ser un gran experto en el Islam, si no por pensar que la mayoría de los seres humanos tenemos un fondo común y porque la alternativa, si esto no fuera cierto sería terrible: tener que expulsar o aniquilar a millones de personas. Mi conciencia cristiana me impide por lo tanto considerar esta posibilidad: el que sea imposible la convivencia con la mayoría de los musulmanes manteniendo cada uno sus creencias.

Si el lector que haya llegado hasta aquí acepta las dos premisas anteriores –que el satodio siempre ha tenido límites y que estamos en guerra abierta contra el islamismo radical– quizás ha llegado el momento de especular sobre si no convendría proteger los símbolos que la mayoría los musulmanes consideran sagrados: que esto no es ni una mala idea, ni una concesión a nuestros enemigos –los yihadistas– sino una manera, de la que hay precedentes, de atraernos a los posibles aliados: la mayoría musulmana pacífica. No perderíamos nada esencial añadiendo un nuevo límite a los que mental o legalmente ya tenemos, pero podríamos contar con una potente ayuda ideológica en el esfuerzo de captar para la convivencia a esa mayoría silenciosa de musulmanes.

En todas las guerras se trata de controlar la información propia. Se establece la censura sobre lo que cuentan los combatientes y la prensa, limitando así derechos protegidos en tiempo de paz para evitar que el enemigo sepa de nuestras intenciones y movimientos. Y si para ganar una guerra hemos admitido esto hasta ahora ¿por qué no podemos aceptar en esta nueva modalidad de conflicto en que estamos actualmente envueltos otro tipo de control de la información que nos podría ayudar análogamente?

Estamos luchando para convencer a la mayoría musulmana de que otra manera de interpretar el Islam es posible. Podemos encontrar un centro humano común –moderando falsos dogmas– a la vez que combatimos con toda determinación con soldados, políticos, policías y jueces a los asesinos yihadistas intransigentes.