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Debatir o morir

La Razón
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España no es un país con una dilatada tradición de debates electorales, aunque sí han tenido una historia controvertida. Desde 1993, año en que se produjeron los dos cara a cara entre el señor Aznar y el señor González, no se realizó otro debate hasta el año 2008, en esta ocasión con dos protagonistas diferentes, el señor Rajoy y el señor Rodríguez Zapatero.

Fueron debates muy diferentes, no sólo por quienes se enfrentaban, sino por la importancia creciente que han ido teniendo en repercusión pública. Desde el primer debate Aznar-González, en que el propio equipo del presidente González reconocía que «no lo había preparado en absoluto porque iba con la idea de que era algo similar a un mitin o una rueda de prensa y los populares llevaban mucho tiempo practicando la política enlatada», mucho han cambiado las cosas. De hecho, aquella percepción de victoria del presidente Aznar, aspirante en ese momento, hizo saltar las alarmas y el PSOE preparó a fondo el segundo debate, empatando la contienda. En 1996 ganó el PP las elecciones generales por muy poca diferencia al PSOE; entonces el presidente González habló de derrota dulce y lamentó que para la victoria le había faltado un debate y una semana más de campaña.

En el año 2011 tuvo lugar el encuentro entre el señor Pérez Rubalcaba y el señor Rajoy. La relevancia del debate fue menor, quizá porque no existía un ambiente de máxima competencia electoral y muchas personas daban por segura una amplia victoria del Partido Popular. Mucho se ha escrito sobre la capacidad de influencia de los debates electorales en la decisión de voto de los ciudadanos. Analistas como Ismael Crespo, Antonio Garrido u Óscar Luengo llegan a conclusiones que apuntan en la línea de que los debates no suelen cambiar la predisposición de los votantes a apoyar una formación política. A priori, parece cumplirse la máxima de que «los discursos conmueven los corazones pero no cambian ningún voto».

Sin embargo, no es exactamente así. Al observar los datos elaborados por el CIS antes y después de los diversos debates, se concluye que un debate electoral influye en tres grupos de personas: en primer lugar, refuerza el voto de aquellos que se adhieren a una opción; en segundo lugar, puede determinar la opinión de indecisos y abstencionistas; y, por último, puede llegar a ser determinante en personas que no tenían preferencias previas.

En una campaña como la que estamos viviendo, en la que la volatilidad del voto y la alta competitividad son las características más destacables, el cara a cara entre el señor Rajoy y el señor Sánchez es una oportunidad de oro que no se puede desaprovechar.

Será el único debate en el que participará el presidente del Gobierno. Por tanto, da el marchamo de presidenciable al candidato socialista. Ésta es una diferencia considerable con el último debate televisivo, en el que Ciudadanos y Podemos intentaron disputar el papel de presidenciable al PSOE.

Todo debate es, por antonomasia, una oportunidad para defender la postura propia y rebatir la postura del oponente. Se torna en una lucha donde prima la lógica de la campaña negativa. La comunicación negativa intenta disminuir la participación de los votantes del candidato contrario dada la dificultad de ganarlos para uno mismo. El debate debe ir bien preparado, las maneras de los oradores deben ser escrupulosamente impecables, la solvencia debe ir acompañada de serenidad en la exposición y claridad en los argumentos y el rigor debe impregnar cada palabra que se diga.

El debate es el momento para demostrar rapidez en la reacción y no evitar ningún tema. Un orador debe guiar todas sus intervenciones con un hilo conductor que represente la idea fuerza principal que quiere transmitir. El trabajo político de toda la organización, en los días previos, debe esforzarse en intentar colocar en la agenda pública los temas que se consideren más importantes para ser debatidos.

El debate organizado por Atresmedia tuvo una audiencia de más 9 millones de personas. Entre todos los mitines que puede protagonizar un político a lo largo de su vida no sumarían la décima parte de asistencia. Cualquier candidato puede perder los debates y después ganar las elecciones, como George Bush frente a John Kerry en 2004, pero en una situación como la actual es difícil pensar que no aporte el plus que necesita un partido político. Muchos asesores de comunicación política se fijan como objetivo evitar cometer un error de peso, es decir, dejar que las preferencias previas de los espectadores se mantengan, por lo que los candidatos de los partidos tienen, simplemente, que limitarse a no salirse de un guión establecido y aprendido. Ése es el mejor camino para perder.