César Vidal
Del Índico a Las Ramblas
El mundo en el que vivimos cambia a una velocidad de vértigo. Cuando yo era niño, el Mercado Común europeo era el sueño por antonomasia en medio de un planeta dividido entre dos grandes potencias. Antes de que concluyera el siglo, una de las potencias había desaparecido y Europa había sobrepasado las metas del Mercado Común. Ahora, en el plazo de un par de décadas, vamos a asistir a la pérdida de influencia del Atlántico como antaño sucedió con el Mediterráneo, a la supervivencia -o no- de la Unión Europea y al desplazamiento creciente de la actividad económica y del tráfico energético a la zona del Índico cuajada de potencias imparables como India, China y quizá mañana la misma Indonesia. Los gobiernos que saben captar las señales de los tiempos han comenzado a reposicionarse en esa dirección y lo mismo entrenan a la policía de naciones de Asia central -como hace Alemania- que lanzan una ofensiva diplomática como la protagonizada por Obama hace tan sólo unas semanas en naciones como Camboya, Laos, Vietnam o Thailandia. Simplemente, el eje del mundo ha cambiado y hay que saber girar armónicamente con él. Precisamente por esto, no puede sentirse más consternación a la hora de examinar nuestro panorama nacional. Por un lado, seguimos anclados en la idea de que nuestra política exterior empieza y acaba en Europa -¡con una lengua como el español! - y no nos percatamos de que, sin abandonarla, tenemos que abrirnos a otros horizontes que serán mucho más importantes en un par de décadas. Por otro, tenemos que soportar psicológica, política, espiritual y económicamente unos nacionalismos canijos y rapaces que se creen que el mundo se acaba en su aldea y que, a lo sumo, el horizonte llega a las cuentas suizas o a los hoteles mexicanos. Que esos nacionalismos han dado de comer a mucha gente resulta indiscutible. Que han ocasionado un daño inmenso a sus respectivas regiones no es menos innegable aunque, ciertamente, algunos no lo perciban. Que están labrando la desgracia futura de España y su desenganche de un mundo en ebullición es una verdad que nadie podrá reparar si la corrección no comienza ahora. España ha ido acumulando ocasiones perdidas a lo largo de los siglos. En los siglos XVI y XVII, el convertirse en la espada de la Contrarreforma le costó la hegemonía; en el siglo XIX, el absolutismo lo pagó con la pérdida del imperio y el estancamiento político y económico; en el siglo XX, el fanatismo utópico provocó la caída de la monarquía, una guerra civil y una dictadura. Ahora, el mirar más a Las Ramblas que al Índico la puede desconectar del tren del progreso para el presente siglo.
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