Pintura

Derecho de admisión

La Razón
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Primero fue Anish Kapoor con el negro absoluto; ahora Stuart Semple con el PINKK o rosa total. En ambos casos existe el expreso deseo de apropiarse de una tonalidad cromática con fines restrictivos. Pero, como una «vendetta» el contrato de distribución contempla una cláusula sorprendente: el denominado PINKK puede ser adquirido cualquiera salvo Kapoor. La noticia, sorprendente hasta el esperpento, aporta una evidencia de la deriva demencial en la que ha entrado el arte contemporáneo: anegado por la lógica del mercado, ya no importa tanto la idea expresada cuanto la marca. El grado de infantilismo al que Kapoor y Semple han llegado con su «guerra de los colores» demuestra el nivel de ingenuidad con el que los creadores actuales evalúan la originalidad de su obra: un simple efecto cromático ocasionado por una tonalidad única y exclusiva. Reducir el arte al color conlleva una regresión a la premodernidad; e intentar, a continuación, regular el uso de un registro cromático supone una exhibición de espíritu feudal y cacique que no sintoniza con la conquista de mayores márgenes de libertad que propugna el arte.

Si ya de por sí me resulta difícil digerir la difícil circulación de imágenes resultante de la fiscalización voraz realizada por las empresas de gestión de derechos de autor –pocos libros de arte están hoy en día ilustrados–, mayor desafío supone probar a comprender el monopolio de campos cromáticos como el que se está produciendo. A este ritmo, no pasará mucho tiempo antes de que producir una imagen sea legalmente imposible y de que cualquier arrebato creativo o trance de inspiración, en lugar de ser plasmado en el soporte correspondiente, deba ser remitido a un despacho de abogados para que verifique posibles incompatibilidades comerciales. El concepto de «estilo» –tan cuestionado saludablemente por la posmodernidad– parece retornar desaforado y ciego, disparando a diestro y siniestro hacia lugares jamás pensados. Ya no se trata de combinar códigos lingüísticos de una manera privativa, sino de «acaparar» las propias materias primas. Huelga decir que si el futuro del arte va por el derrotero de recorrer todo el espectro cromático con ansias monopolizadoras, la praxis artística que viene tiene todos los visos de ser cromofóbica, de evitar el color por riesgo a verse enredada en una maraña legal. El arte acabará siendo invisible y se resolverá en puros conceptos –si es que no llega el listo de turno que registre como suyo el derecho de pensar.