José María Marco
Dichosa edad y siglos dichosos...
La igualdad no es un concepto político nuevo. Del cristianismo se deduce una concepción del ser humano a partir de la cual es imposible defender desigualdades esenciales. Los (antiguos) griegos postularon la igualdad ante la ley de al menos todos los ciudadanos. De eso a la «igualdad de condiciones» que Tocqueville admiró en Estados Unidos hay un largo trecho. A partir de la igualdad ante la ley, esta insiste en la igualdad de cada uno para seguir su propia vida y alcanzar la felicidad –el otro nombre de la propiedad y la prosperidad– a su manera. A pesar de su utopismo republicano y adánico, América siempre estuvo muy lejos de la igualdad al modo de Rousseau, con su ideal de vida ciudadana y austera. (Tiene gracia que los actuales «igualitarios» estén en contra de la austeridad...)
Después de la Segunda Guerra Mundial, llegó otro concepto de igualdad con un Estado de bienestar que redistribuye la riqueza de un modo que los contemporáneos de Tocqueville habrían considerado despótico. La crisis económica del 2008 ha puesto en cuestión, por insostenible, este proyecto de igualdad vía redistribución y ha llevado a pensar que estamos asistiendo a un aumento de la desigualdad. Así es como la igualdad ha pasado a convertirse en uno de los ejes del debate político actual, con el libro de Thomas Piketty como gran referencia.
En consecuencia, se vuelven a promocionar las políticas de igualdad para paliar los efectos de la crisis. Está bien, sin duda, pero tampoco está de más preguntarse hasta qué punto una política centrada en la igualdad va a poner aún más peso en los agentes económicos, va a penalizar la innovación, la creatividad y el dinamismo, y, en consecuencia, va a frenar, o impedir, el crecimiento.
Políticamente, la clave estará en ver hasta qué punto quienes preconizan la igualdad lo hacen, o no, para defender los privilegios de aquellos sectores que no tienen interés en propiciar una sociedad más abierta y más flexible: los funcionarios (muchos de los partidarios de la igualdad lo son, al abrigo por tanto de cualquier riesgo), los empleados con contrato indefinido blindado, las profesiones hiperreguladas, los monopolios... Del otro lado están los jóvenes, los parados, los empleados con contratos precarios, muchas mujeres, los autónomos. ¿Cuánta igualdad se pueden permitir estos? En realidad, ¿cuánta «igualdad» nos podemos permitir si de verdad queremos generar suficiente riqueza para que cada uno pueda sacar adelante su proyecto de vida? ¿O es que este, en el fondo, no tiene tanta importancia como la pulsión redistributiva?
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