María José Navarro
Dignidad
En el semáforo que cruzo casi todas las mañanas camino del trabajo hay siempre una persona que pide limosna. Es un señor de una edad indeterminada, quizás cuarenta y pocos, quizás cincuenta y muchos. Es menudo, moreno de piel, la cara curtida; lleva un bigotón solemne y barba de unos cuantos días bastante cuidada, sin sensación de desaliño. Viste de oscuro y normalmente va muy abrigado. A las horas que se pone, aún de noche, en Madrid hiela. Siempre lleva una gorra calada que en parte le abriga del frío y en parte, diría una, de las miradas. Cuando el semáforo se pone en rojo y los coches paran, se acerca a ellos. Si hay motos que van entre los coches, se aparta. Con un gesto les invita a pasar y les da las gracias; algunos moteros corresponden, otros no. Al acercarse al conductor extiende brevemente una mano, en gesto de pedir una moneda. La mano, grande y ancha y con pinta de ser fruto de haber trabajado duro durante muchos años, contrasta con el resto del cuerpo, menudo y delgado. Si el conductor niega la moneda con la cabeza, el señor inclina la suya y junta las manos en una reverencia de agradecimiento oriental, casi japonesa; si el conductor baja la ventana, acerca la manaza de pelotari y, acto seguido, repite la maniobra. El gesto de gratitud (o de perdón por haber molestado) no es diferente en caso de que el conductor dé dinero o no lo dé: a todos agradece el momento. Esta educación exquisita es casi conmovedora en estos tiempos salvajes que vivimos; la enorme dignidad con lo que hace todo, además de conmovedora, es admirable.Y eso no tiene precio.
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