Alfonso Ussía
Don Juan y el agua
El equivalente al día de hoy, 1 de abril de 1993, falleció en la Clínica Universitaria de Pamplona Don Juan De Borbón, Juan III en el exilio y en su sepulcro del Panteón de los Reyes del monasterio del Escorial. El viejo Almirante. En su habitación 901, siempre al cuidado de los doctores Rafael García Tapia, Azanza, Moncada, y de la enfermera Teresa Espadas. También de Rocío Ussía, el capitán de Fragata Teodoro de Leste y su leal Jesús, su ayuda de cámara, segoviano de Cuéllar. Ocho meses de agonía con cuatro días de vacaciones. Un almuerzo ofrecido por Ramón Aznar y Santiago Muguiro en Elciego, cuna del Riscal. El viaje a Madrid para enterrar a su querido hijo, el Infante Don Alfonso en El Escorial. Y dos días en la Navidad de 1992. A mediados de febrero viajaba a Sudáfrica. Y acudí a Pamplona, una vez más, a visitar a Don Juan. En este caso, más a despedirme de él que a visitarlo. En la pared enfrentada a su sillón, la carta de su hijo, El Rey: «Queridísimo Padre: Antes de salir para Holanda, tengo la enorme satisfacción de anticiparte que en el Consejo de Ministros de mañana se aprobará tu nombramiento honorífico de Capitán General de la Armada. Comprenderás la alegría que me ha proporcionado aprobar esta propuesta formulada por la Armada Española, que con tanto cariño ensalza tu personalidad y recuerda tu vocación de marino. Esperando verte pronto, recibe un abrazo muy fuerte de tu hijo que te quiere y admira. Juanito. 3 de diciembre de 1992». Y el nombramiento aprobado por el Consejo de Ministros, a propuesta del Presidente del Gobierno, Felipe González, el ministro de Defensa, Julián García Vargas, y el JEMAD, almirante Rodríguez Martín-Granizo: «Por su profundo amor a España y sus especiales vínculos con esta institución».
Don Juan posó en Madrid con su uniforme de Capitán General, y al llegar a su habitación me encontré con un regalo. Su fotografía dedicada. Le interesó mi viaje a Sudáfrica, que experimentaba la transición política. –Vuelve a contármelo, si es que sigo aquí–. Cuando volví, seguía pero ya estaba dormido. Don Juan oyó el rumor del agua por primera vez desde las fuentes del Palacio de La Granja de San Ildefonso, donde nació. «Soy de un pueblo de provincias, pero mi juventud fue madrileña. Vivía en la calle de Bailén, número 1». Es decir, el Palacio Real. Pero el agua de Don Juan fue la de la mar. Ahí se hallaba en su sitio. A Don Juan, que le negaron durante 40 años su sitio, España, lo supo suplir por la mar. Su casa era «El Giralda», con su tripulación de vascos –Juan, Emilio, Basi–, de Bermeo, y el gallego José. En su vida, el agua de las fuentes paganas de La Granja, la del Manzanares, la navegada en la Armada inglesa, la del exilio del Lago Leman, la del Tajo en su desembocadura en el Atlántico portugués, de nuevo la del Manzanares, la de sus navegaciones en «El Giralda», la de su muerte en el Arga de Pamplona, y la del Guadarrama de su silencio.
Allí, en Pamplona, con su mirada melancólica y sus vírgenes, la del Carmen y la del Pilar. Así que llegó por carretera desde Francia a visitarlo un matrimonio amigo. Le traían una Virgen de Lourdes. Y Don Juan les agradeció emocionado el detalle. Pero cuando sus amigos se marcharon, Don Juan llamó a Jesús. «Con mucho cuidado, coloca esa Virgen en tu cuarto. Porque en el mío, al lado de la del Pilar y la del Carmen, no tiene nada que hacer». Después de su muerte, Jesús Cacho escribió que Mario Conde le había pagado los gastos de la clínica. En ABC, que dirigía Luis María Anson, desmentí a Cacho y se publicaron todas las facturas. Ni los doctores García Tapia, Azanza y Moncada le cobraron una peseta. Pero Don Juan se pagó su muerte. Desde el 16 de julio de 1992 al 1 de abril de 1993, la factura ascendió a 15.496.942 pesetas. Me escribió Mario Conde: «Querido Alfonso:
No he leído el libro de Cacho, y algún día, con calma, te explicaré hasta dónde ha llegado en su afán que me resulta difícil catalogar. Pero sabía lo de Don Juan, y me producía una enorme pena. Ahora, gracias a ti, se sabe la verdad. Yo no podía desmentirlo, porque, aparte del pudor, ignoraba los datos concretos. Gracias, Alfonso, gracias. Un abrazo. Mario».
En su funeral en El Escorial, cuatro pasos a mi izquierda, se hallaban Arzallus y Anasagasti, lo cual es mala suerte. Y lo ofició Monseñor Suquía, arzobispo de Madrid, que elogió la grandeza de Don Juan durante una homilía que a mí me sonó a falsa. Cuando Don Juan se estableció en Madrid, solicitó a monseñor Suquía por carta en dos ocasiones, ser recibido por el Cardenal-Arzobispo para presentarle sus respetos de nuevo feligrés. Jamás obtuvo respuesta.
Vivió sobre aguas de patriotismo, sacrificio y ausencia. Fue un marino hasta su muerte. La Historia, a la que pertenece como protagonista, le hará justicia. Hoy le dedico estas palabras de viejos recuerdos. No he conocido un español como él.
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