José María Marco
Dos potencias imperiales
La visita a España de Shinzo Abe, el primer ministro de Japón, se encuadra, como bien analizó ayer A. Rojo en las páginas de LA RAZÓN, en una ofensiva diplomática destinada a profundizar las relaciones del país asiático con la UE y los países europeos. Los japoneses buscan afianzar lazos ante los cambios que la expansión china está produciendo.
También es interesante recordar la forma en la que los dos países, tan distantes el uno del otro, se han relacionado a lo largo del tiempo. Tanto España como Japón son dos monarquías, muy antiguas ambas. Los dos países tienen una gran tradición imperial. A diferencia de los japoneses, los españoles hemos estado demasiadas veces dispuestos, casi deseosos, de librarnos de nuestras responsabilidades y tirar por la borda las ventajas de esa posición que es algo más que simple historia.
Los dos países se enfrentaron, a finales del siglo XIX a procesos de modernización. La era Meiji, cuando Japón se modernizó bajo el gobierno de una elite culta y bien informada, llegó a ser vista aquí como un modelo. Era algo descabellado porque España, por muchas tonterías que se vertieran entonces y se hayan seguido vertiendo después, nunca fue, como Japón, un país aislado y encerrado en sí mismo. Aun así, es cierto que los dos países sufrieron la tentación del nacionalismo modernizador, que triunfó en Japón y fracasó, como era lógico que lo hiciera, en España. Así se explica que un gran conocedor de la identidad española, como Luis Díez del Corral, se interesara como lo hizo por la cultura japonesa.
Hoy en día, superados los traumas que esas dos evoluciones suscitaron, los dos países se encuentran ante una situación de complejidad creciente. Hay profundas diferencias entre los dos, en especial en el punto clave de la identidad. Shinzo Abe ha tendido a exaltar la identidad nacional japonesa, con gestos simbólicos de intenso significado, como su visita al santuario Yasukuni, que recuerda a todos los caídos japoneses en conflictos bélicos. En España, las posiciones y el discurso oficial rehúyen todo lo que pueda evocar un posible nacionalismo, incluso cuando no existe. Hay cambios en la relación comercial, cada vez más favorable a España, o al menos más equilibrada de lo que ha venido siendo durante mucho tiempo. Y hay similitudes en cuanto a que los dos países son economías maduras, con sociedades muy complejas, que tienden –una vez acabada la crisis– a un crecimiento pausado al que ninguno de los dos gobiernos parece dispuesto a resignarse.
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