María José Navarro

El beso

Esta semana se ha celebrado una de esas chorradas planetarias que tanta vergüenza ajena provocan: el Día Internacional del Beso. Por lo visto se trata de conmemorar el beso más largo de la historia, que duró nada menos que cuarenta y seis horas, veinticuatro minutos y nueve segundos. No me puede dar más asco, amigos. Bueno, en realidad, sí me puede repugnar doblemente. La misma pareja superó su propio récord. Lo hizo un catorce de febrero de hace dos años y el intercambio de saliva se prolongó durante cincuenta y ocho horas, treinta y cinco minutos y cincuenta y ocho segundos. Arcada seca. Se apuntó un montón de gente a esta cochinada. Los participantes debían estar casados o, al menos, demostrar su relación con una carta de los padres de ambos candidatos y con eso, ya podrían darle Perico al torno. Durante la prueba estaba permitido beber con una pajita, pero nada de sentarse o tumbarse. Eso sí, cada tres horas les dejaban ir al servicio pero acompañados por un juez. ¿Puede ser todo más repugnante? El dúo ganó dinero, unos anillos, unas ganas locas de estar cada uno en su casa sin verse durante lustros y seguramente un herpes labial. Dicen los expertos que besarse es buenísimo: ayuda a reducir la presión arterial, elimina calambres y dolores de cabeza, combate la caries, amplifica las hormonas de la felicidad, quema calorías, aumenta la autoestima y estira la piel. Dado mi cuadro médico he llegado a la conclusión de que a mí lo de besar me suena a que se hacía con otra persona y se pasaba bien. Pero también dicen los expertos que cada ósculo de diez segundos transmite ochenta millones de bacterias. Conclusión: pal caso, me voy a dejar bigote.