Restringido

El cambio

Cambiar o no cambiar, ésa es la cuestión. Parece que no se ventila otra cosa en estas elecciones. Los nuevos vocean a todas horas la necesidad de cambio. Los socialistas se apuntan curiosamente a la idea, como si fueran unos recién llegados. Y Mariano Rajoy no para de advertir de que no es recomendable cambiar de caballo en medio del río a unos metros de la meta soñada. El cambio es una palabra mágica con muchas significaciones: por ejemplo, se puede canjear una cosa por otra, cambiarse de chaqueta, cambiar moneda, mudarse de lugar, convertir la risa en llanto o puede cambiar la dirección del viento. En este caso, el viento de la política, claro, que acostumbra, como todo el mundo sabe, a ser variable y caprichoso. Cuando se pregunta: ¿cambiar para qué?, la respuesta no siempre es satisfactoria. Si se trata de cambiar por cambiar, para ese cambio no se necesitan alforjas. Cambiar, cuando las cosas van mal, es un objetivo lógico y plausible. En cambio, es una idiotez cambiar de camino cuando se va en la dirección correcta.

Los que llegan con el ímpetu asambleario de la renovación y de la juventud, que no tienen nada que perder, se apuntan con entusiasmo a la encendida propuesta de Hölderlin: «¡Que cambie todo a fondo! ¡Que de las raíces de la humanidad surja el nuevo mundo! (...) En el taller, en las casas, en las asambleas, en los templos, ¡que cambie todo en todas partes!». ¿A quién no se le incendia el pecho de emoción ante semejante invitación? Luego, enfriado el entusiasmo, hay que descender a la realidad vulgar de encontrar trabajo, de que funcionen los barrenderos y la Policía, de que haya cama en el hospital o de encontrar colegio para los niños. Y entonces uno se acuerda de aquello de Felipe González: «El cambio es que España funcione». Los más cínicos se agarran tópicamente a Lampedusa: «Si queremos que todo siga como está, hace falta que todo cambie». O sea, llegan sin esforzarse mucho a la conclusión cargada de pesimismo histórico de que, cuanto más cambia algo, más es lo mismo. Y no faltan los más escépticos sobre la virtud taumatúrgica de los cambios políticos, que recurren a la fina ironía inglesa de Francis Bacon: «En el Gobierno todo cambio es sospechoso, aunque sea para mejor».